Publicado por Javier Serrano Sánchez en www.cinemaldito.com
El 6 de agosto de 1945 el avión norteamericano Enola Gay arrojó una bomba de uranio-235, con el sobrenombre de Little Boy, sobre Hiroshima, que estallaría en el aire a las 8.15 h., provocando la desaparición casi total de la ciudad, reducida a escombros, en medio de una enorme nube de humo e incendios masivos, causando la muerte inmediata y también en días posteriores de unas 140.000 personas. El tiempo se paró, igual que esos relojes que debido a la explosión se detuvieron para siempre a las 8.15 h., como si fueran conscientes de que después de aquello ya no tenía sentido medir el tiempo. Días después, el 9 de agosto de 1945, una segunda bomba (esta vez de plutonio), Fat man, era arrojada sobre Nagasaki, provocando la aniquilación de 70.000 personas. Ambos ataques llevaron a la rendición incondicional de Japón. Hasta aquí los hechos históricos, esos mismos hechos, referidos al caso concreto de la ciudad de Hiroshima, que muestra Lluvia negra en la primera parte de la película y en posteriores flash-backs. La población, inmersa en sus quehaceres cotidianos, en esa aparente normalidad de la guerra, se ve sorprendida por una explosión, un «enorme relámpago», y un horrible hongo gigantesco. Todos corren desconcertados, mientras la ciudad se viene abajo, intentando buscar a los suyos, tratando de encontrar un refugio donde esconderse. «¿Dónde estás Hiroshima?», grita alguien con desesperación. Shigematsu, su esposa Shigeko y su sobrina Yasuko cruzan la ciudad entera intentando ocultarse en la fábrica donde trabaja Shigematsu. Las imágenes que nos ofrece Imamura son dantescas, con edificios destruidos, incendios y personas carbonizadas llenando las calles. La segunda parte de Lluvia negra nos traslada a Mayo 1959. La guerra ha terminado y ahora se trata de reconstruir Japón, de volver a la normalidad y de hacer frente a los efectos que Little Boy provocó en la salud de los habitantes de Hiroshima, incluida la familia de Shigematsu. La enfermedad del átomo es tan imprevisible que nadie puede afirmar que se encuentra totalmente libre de sus efectos (tumores cancerígenos, leucemia, esterilidad, muerte...). Los habitantes de la aldea de la película siguen con su rutina cotidiana, intentando aparentar normalidad, se hacen las pertinentes revisiones médicas, se relacionan son sus vecinos, rezan a sus difuntos, pescan truchas... y mientras tanto se sigue produciendo un goteo incesante de muertes de vecinos, a veces de seres queridos. La secuela de la bomba se hace patente también en asuntos más prosaicos, como la búsqueda de un empleo y en la posibilidad de un casamiento, como ocurre con Yasuko, la joven protagonista que convive con sus tíos, a los que quiere como si fueran sus padres, cuyos pretendientes acaban huyendo ante la posibilidad de que esté enferma o no pueda tener hijos. Lluvia negra nos habla también del estrés postraumático que sufrió toda una nación, personificado aquí de una manera más precisa en el caso del vecino Yuichi, que se dedica a esculpir en piedra misteriosas figuras humanas, tarea que se ve interrumpida cada que vez que escucha el motor de un vehículo pasar por la puerta de su casa, momento en que se arroja, como buen soldado y de una manera tragicómica, contra ese vehículo tratando de destruirlo. Lluvia negra está basada en la novela del mismo nombre de Masuji Ibuse. Está rodada íntegramente en blanco y negro, y es un alegato antibelicista en el que Imamura nos habla sobre la inutilidad de todas las guerras. «Más vale una paz injusta que una guerra justa», asegura uno de los personajes. Y mientras tanto la siniestra sombra de la enfermedad del átomo se va extendiendo sobre los hibakusha (los bombardeados, en japonés), los que sufrieron irradiación directa o posteriormente recibieron en sus cuerpos las pegajosas gotas de una misteriosa lluvia negra, compuesta de partículas radiactivas. Hay un diálogo entre Shigematsu y un amigo suyo al que le quedan pocos días de vida que aborda directamente el quid de la cuestión. El amigo se sigue preguntando por qué los norteamericanos arrojaron la bomba si Japón ya estaba condenado a perder. «Dicen que fue para acelerar la guerra» responde Shigematsu. «En ese caso, ¿por qué no escogieron Tokyo?», contesta y se lamenta de que va a morir y lo va a hacer sin respuestas. Como tampoco las tienen los hibakusha que todavía quedan, décadas después, y que siguen sufriendo resignados los efectos de la bomba.