Lo que el viento nos dejó

Publicado el 28 octubre 2015 por Pablogiordano


La mayor laguna de agua salada en Sudamérica se está secando.En ese lugar de Argentina solo queda un salitre qué, cuando el viento sopla, ensucia ventanas, derriba flamencos y hace toser a un pueblo entero de la pampa. ¿Es una tormenta de sal la última plaga ambiental?
Para Etiqueta Verde (Perú)
   La sal es la única roca comestible. En exceso, mata a miles de personas, como el aire cuando se mueve veloz y convierte cualquier cosa en proyectil. La violencia del viento es histórica. Sus brazos pueden levantar una casa y arrojarla a tu cara. Pueden arrastrar ceniza volcánica y hacer del día la noche, empujar apocalípticos gusanos de arena en Oriente Medio o, en plan huracanado, barrer todo a su paso. El viento inspiró mitologías, extendió el comercio y la guerra, derriba aviones, produce energía limpia, migra vegetales e insectos por el mundo y es el alma de las tormentas. Es inodoro, insípido e incoloro y una de las primeras cosas que aprendemos a identificar como invisibles: no podemos verlo sino en un árbol doblegado bajo su pie, en un tubo de escombros recorriendo el esternón de Estados Unidos, en las marcas dejadas por aeronaves que tajean el cielo. Es, en el más común de los casos, una compañía que tanto se empecina con nuestro cabello como agita la falda de una chica. Pero cuando ese viento se trasviste en tormenta de sal se convierte también en el noticiario anual de mi ciudad, Las Varillas, un palmo plano en otro palmo más plano llamado pampa argentina. En la provincia de Córdoba, una seguidilla de pueblos como el mío se asombra también con ese meteoro mineralizado, un ejército invasor paciente que destruye sólo con el tiempo, un desconocido al que nadie quiere escupiéndole sobre el asado.   Aquí, donde no hay tornados que arrasen caseríos en minutos ni lluvias con granizo como pelotas de tenis, por años apenas alguna sequía se presentó criminal nada más para ser contrarrestada en otra época del año por una inundación. Pero hasta hace cuatro años nadie había visto a la sal moverse por las calles como si tuviera algún derecho meteorológico. Son unas masas de forma extraña que quedan suspendidas en el aire sin movimiento alguno, como naves nodrizas esperando descargar la invasión. En esos días, el sol es apenas una moneda del color de una yema cocida y un extraño aire reduce la visibilidad de un cielo repentinamente agrisado. No se ven muchos perros afuera, no alcanzan las felpas para limpiar los anteojos y los lavaderos de autos se abarrotan. Con el paso de los días las manchas de aquello que tocamos con un poco de sudor, será polvo que levantará vuelo, pero, mientras dura, el paisaje nada envidia a los dibujos de Solano López en El Eternauta, el comic de Oesterheld donde aquello que apenas parecía una tenue nieve terminaba matando. En Las Varillas, por ahora, ese paisaje de historieta no es mortal pero oxida, obliga a barrer montones de cloruro de sodio que van a parar a la basura.   El viento que trae las tormentas con condimento sopla del norte y no necesita mucho para convertir un día azul y fresco al final del invierno en uno blanco, cálido, deprimente. En esta región la constante ventosa se instala sólo en agosto, antes de florecer la primavera. Agosto es el mes de los vientos, cuando las sequías se divierten a costa de los ojos y pulmones pampeanos. El viento y la sal vienen del norte, de la laguna de Mar Chiquita, el lago salado más grande del hemisferio sur y el cuarto del planeta, que está viendo sus aguas retirarse desde hace un par de décadas porque en las ciudades están usando cada vez más el líquido de sus afluentes. La sequía de aquel mar pequeño amenaza con el castigo divino a más de veinticuatro especies de aves migrantes y gran parte del territorio central argentino. Ya ahora humanos como estatuas móviles recorren las calles de las ciudades cercanas al lago con los rostros cubiertos, anteojos, limpiavidrios inútiles, las pieles resecas y toses que rompen como viento empujando olas en los acantilados de roca no comestible. Es desconcertante. Durante la última tormenta, en un bar de mi pueblo contaban que vieron un flamenco caer en el patio de un vecino. El ave intentaba migrar de Mar Chiquita a los lagos del sur del país cuando el viento la arrojó a la casa. Muchos otros habrán caído en los campos y habrán muerto devorados por los zorros. El flamenco voló doscientos kilómetros al sur sobre las tierras planas y se dejó caer, agotado, envuelto entre vientos mineralizados. Todo muy lógico: una tormenta extraña desubica al hombre, a la bestia y a los dioses.   En mi ciudad, algunos vecinos no se ponen de acuerdo si la tormenta de sal es sólo que el cielo está nublado o que hay niebla. Hay algunos que se chupan un dedo para confirmar que hay sal: en el aire no hay un talco intenso sino un liviano polen gris, que de ningún modo parece sal, pero cuyo sabor delata. La explicación meteorológica es bien sencilla: La baja de las aguas en la laguna Mar Chiquita descubre grandes desiertos formados por la sal que contiene, mucha más que cualquier océano, y el viento la eleva y arrastra junto a otros componentes salinos y tóxicos.    En estas tormentas las personas tratan de seguir sus vidas normales pero cobijando el temor a un meteoro desconocido, pues cuando a este paisaje de soya y vacas llega la sal por los aires, el fenómeno viene con aviso de mensaje bíblico. No mirar hacia atrás, hacie el erróneo pasado, a riesgo de convertirnos en estatuas de sal inoperantes para salvarnos, mientras las ciudades pecaminosas son destruídas por Díos.   En Las Varillas no hay ríos y la presencia de la sal aérea viene con el desolador aviso de que uno debe empezar a sentirse cercado. Cuando pequeño, a esta tierra plana la atacaban las inundaciones. Vastas masas de agua se establecían sobre los campos por meses y las napas subterráneas subían hasta aflorar entre las losetas de las aceras. Una vez todo seco, los campesinos veían sus tierras teñidas de blanco salino. Algo habremos hecho mal para que esa sal que antes nos atacaba por las piernas, ahora también se nos meta por la nariz y los ojos.   Las tormentas de sal, muy naturales, son también un producto bastante humano. La sal, imprescindible en la alquimia, ha sido la primera moneda de la humanidad. El puñado de sal que recibían los antiguos originó el salario, que fue siempre un medio de ahorro. En el pasado, esa sal conservaba los alimentos, pero ahora nuestro dinero nos conserva con vida. O eso creemos. Como en otros lugares del mundo, la codicia económica ha llevado a la sobreexplotación de las zonas afluentes a Mar Chiquita, cuyo espejo de agua se desvanece llevándose todo reflejo viviente y puede abandonar su nombre para convertirse en gran salina. La sal no produce óxido pero contribuye a acelerar el proceso de corrosión de manera asombrosa, lo mismo que en el caso del dinero, que no nos hace felices pero ayuda mucho. Para Gandhi la relación con la sal era la misma que la que tenemos con la lluvia: nadie tiene por qué administrarla ni vendérnosla. Sin embargo, por la tierra o por los cielos, llega indomable y a un costo potencialmente altísimo.   Conocemos tormentas de arena y de tierra, las puras bestias de viento, las que llegan con lluvias que azotan con velocidad, pero una tormenta de sal es un fenómeno inusual, tan extraño que siempre parece algo más. Puede ser como niebla, como un viento sucio y terroso, como una leve entalcada del aire, como una brisa apenas perceptible. Como no tiene nada de lo que conocemos, antes que ser por sí misma una tormenta de sal es por sus ausencias. Así, es insulsa, no derrama agua, no es ruidosa, no destroza de un manotazo las casas ni convierte en postal cualquier esquina, como la nieve. No posee, en definitiva, la belleza de las auroras polares, nacidas de los vientos solares desviados por los campos magnéticos a los fondos de la Tierra. Lo que la tormenta de sal sí es corresponde con la idea de un asesino imperceptible y paciente cuya presencia destructora se nota cuando es demasiado tarde. Los efectos resultantes son muchos: desertificación, deterioro de la salud, pérdida de biodiversidad, ruina agrícola, deterioro de infraestructuras industriales, casas, rodados, descenso del turismo, cambios climáticos y pueblos fantasmas.   La sal en condiciones normales vive en reposo —se asienta indiferente, espera con cinismo la corrosión— pero cuando se combina con el viento para formar tormentas, produce un desastre: la destrucción local se convierte en un ejército invasor capaz de tomar terrenos jamás previstos para su dominio. El Great Salt Lake de Utah escupe sus polvos en remolinos que giran a tanta velocidad que los llaman ‘diablos de sal’ mientras las tormentas del Salar de Uyuni boliviano se registran como ráfagas dantescas de la naturaleza. Los más grandes vendavales salados del mundo se encuentran entre Uzbekistán y Kazajistán, en el mar de Aral, un depósito de sales expectantes por un ticket a otra parte gracias a que el espejo de agua ha quedado reducido a una vigésima parte de su extensión. En su agonía, las tormentas del Aral llegan a sitios lejanos como Pakistán y el Ártico, producen inviernos más fríos y veranos más cálidos. La población cercana padece enfermedades pulmonares y —dicen— varios tipos de cáncer. Cada vez que el viento levanta el polvo salino, los cultivos sufren y los barcos pesqueros se vuelven cuchillas abriendo las blancas llanuras ásperas que una vez fueron fondo del mar. Los pueblos y las ciudades de las riberas del Aral han quedado desiertos y millones de personas, como si estuvieran hechas de la misma materia que el agua, se han evaporado. Los iraníes temen que a su lago Oroumieh le ocurra lo mismo. Salman Zaker, un miembro del parlamento de esa región ya le puso notas de catástrofe al futuro: si el lago sigue su curso a la desaparición, de ocho a diez millones de toneladas de sal podrían poner fin a la vida de millones de personas: un tsunami de sal listo para convertir en estatuas a los hijos de la sodomía ambiental.   El problema se centra en la degradación progresiva de la cuenca superior del lago, el río Salí-Dulce y en la contaminación del embalse de Río Hondo. Existen intenciones de transformar la laguna en Parque Nacional ya que está integrada a la red hemisférica de reservas para aves playeras y forma parte de la red Living Lakes, red internacional de cooperación entre lagos y lagunas de gran valor ecológico. Las provincias que comprende este enorme ecosistema planean definir acciones ambientales destinadas a revertir el proceso de degradación a causa de la sobreexplotación industrial. Mientras, solo parece tratarse de anuncios políticos.    La sal viajera que ha empezado a afincarse en mi pueblo es un enorme fantasma, un espíritu ceniciento que de repetirse todos los años, terminará carcomiendo las gasolineras, silos de granos, autos, paciencia, vida. A lo largo de la historia el hombre se ha despedido de sus seres queridos agitando blancos pañuelos en días ventosos al borde de los mares, ahora es el gran lago salado llamado Mar Chiquita el que se despide de nosotros con enormes mantas al viento cubriendo de salazón a pueblos de bajos salarios. Por lo pronto, el primer logro de las extrañas e inusuales tormentas de sal es la desorientación: nadie sabe bien qué se trae el viento.
(2013) ilustracion de Pablo Smerling