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Hola,
Vaya por adelantado, antes de que nadie me llame retrógrado o hipócrita, que no está en mi ánimo restar un ápice de la importancia que la tecnología tiene en nuestras vidas actuales, pero…
Quizá alguna, o alguno, recordará aquellos minutos de espera en los restaurantes mientras acudía el camarero con la carta, o los posteriores hasta la llegada de los platos, aquellos espacios de calma mientras esperábamos nuestro autobús o el tren. Instantes contados por los cortos pasos de una cola al ir a pagar un recibo, esperar para ser atendidos o comprar entradas para un espectáculo. Momentos no demasiado largos en el tiempo (la mayor parte de las veces) que aprovechábamos para dejar la mente en blanco, o bien para que ella nos dejara blancos a nosotros recordándonos todo lo que teníamos pendiente. Instantes, muchos de ellos, que nos ponían en paz con nosotros, que dejaban el contador a cero hasta ese momento.
Caminar tranquilo hacia el trabajo, el colegio o la universidad, charlar con los que te acompañaban, hablar incluso con la propia pareja, comer y discutir con la boca llena en un restaurante de menús en el que no hubiera televisión. Sentarse en una terraza, o en un bar, a tomar cualquier refrigerio con el único entretenimiento de escucharte mientras veías pasar el resto de la humanidad frente a tus ojos. O ver un programa de televisión sin más pretensiones que tener la boca cerrada para que no entraran aliens.
Leer un libro y descansar unos segundos entre capítulo y capítulo, o mirar el agua de la olla en la que vas a cocer cualquier cosa como alcanza el punto de ebullición. Calcular la fuerza del aire que corre fuera de casa, o sentir el golpeteo rítmico de la lluvia contra las partes más débiles de la estructura que te cobija.
Mirar por la ventana y, mientras el cerebro difumina la percepción de los nervios ópticos, saber que los pensamientos de retaguardia esperan justamente ese momento para saltar a la pizarra y ser examinados. La atención espesa que se torna pensamiento íntimo en una conferencia, o una charla, de la que paulatinamente nos hemos ido apartando.
Breves segundos de reflexión en una conversación antes de nuestra respuesta, o mientras lo hace un contertulio.
Las sentadas íntimas en lugares que acercan a nobles y plebeyos.
O los recorridos en transporte colectivo que dedicábamos a observar alrededor hasta que el pensamiento encontraba la línea despejada para activar las células grises dormidas, o aquellas que se habían dedicado duramente al trabajo, para alinearlas y dejarlas descansar.
Todos estos momentos nos los han robado los teléfonos móviles, tabletas y otras tecnologías de la inmediatez. Twitter (del que soy un enamorado), noticias en directo, conversaciones a través de plataformas de comunicación instantánea, etcétera, se los han comido. Hoy es imposible ver a alguien sentado simplemente con la vista perdida en algún punto más allá de la longitud de su brazo. ¿Dónde han ido todos esos pensamientos? ¿Se pierden, como los besos no dados, o se envenenan, como los mismos besos no dados?
Una vez más no tengo respuesta, pero añoro, sin querer renunciar a mi teléfono, aquellos espacios de descanso mental.