Revista Diario
La primera vez que llegué a República Dominicana lo hice de noche. Aterricé con una mochila (que aún conservo) y agotado tras más ocho horas escuchando a un tipo que no paraba de hablar de golf. En el aeropuerto me esperaba un compañero, mi amado y malogrado Rodrigo, que me llevó hasta el hotel. Por el camino me dijo que la mejor hora para llegar al país era de noche, y no lo entendí. Con el tiempo he visto que el desorden caribeño puede golpear con la fuerza necesaria para hacer cambiar de opinión a cualquiera y hacerlo salir corriendo apenas aterrice, pero ese no era mi caso. Yo me había comprometido a estar un mínimo de cuatro años cuando acepté el trabajo y nada podía hacerme cambiar de opinión.
La cosa había empezado unos años atrás, cuando todavía vivíamos en Barcelona. En ese entonces tenía un trabajo magnífico, bien pagado y con el que me sentía muy a gusto. Sin embargo, y más allá del malestar por haberme bajado mi salario un par de veces y otras cosillas, comenzó a asaltarme una pregunta recurrente, un cuestionamiento cada vez más intenso que ponía en duda si sería capaz de hacer algo más en mi vida, si sería capaz de vivir en otro lugar, de tener otras experiencias, de comenzar desde cero y probar fuerzas, o bien mi destino era quedarme como estaba y aceptar que esa sería la realidad de mi vida. Una duda que me asaltaba en la noche, en el baño, en el coche, entre las líneas de un libro, en los anuncios de televisión y hasta en las formas de las nubes. ¿Qué hacer? Al final la voz ganó y tomamos la decisión de marcharnos. La primera idea, y la ganadora por mayoría en la votación acaecida entre mi compañera y yo, fue montar un restaurante en Colombia, uno de de esos de pizzas y pastas con pocas mesas y muy caro…, sin embargo los movimientos invisibles de la providencia, una vez tuvimos claro que queríamos marchar, se pusieron en marcha e hicieron aparecer una oportunidad de trabajo en el Caribe. Ahí no nos lo pensamos dos veces y acepté sin mirar, además la oferta era maravillosa, la cuarta parte de lo que ganaba en Barcelona.
Yo me fui delante y la primera noche la pasé sentado en una cama vieja envuelto en lágrimas, asustado, con la cabeza enajenada por la locura que había cometido y con una sensación de soledad rayana en el espejismo. Por fortuna aquí amanece temprano y la luz del trópico se coló por cada rincón de aquella horrible habitación para recordarme el motivo por el que estaba allí: ¡porque lo habíamos escogido!, y una determinación intensa se ancló en mi corazón. Cuando no hay vuelta atrás, el camino de enfrente no tiene obstáculos. Me preparé, me vestí y me fui a trabajar. Ante mis ojos se descubrieron entonces el conglomerado de palmeras recortadas contra el cielo, la intensidad de los colores, la calidez desvergonzada de mis compañeros de trabajo y una calor que me hacía sudar sólo de pensar, ahí supe que había llegado al sitio correcto.
Al cabo de unos días llegó Luz, mi compañera, y comenzamos a visitar el país de la mano. Lugares, playas, caminos, bosques, restaurantes, gentes,…, todo nuevo. Vi por primera vez un flamboyán, un árbol de mango, de aguacate, una palmera real, los techos de cana y las casas de palos. Andamos una tierra tan fértil que hasta las cercas florecían y nos bañamos en colores de una intensidad tal que parecía que lleváramos gafas polarizadas todo el tiempo. De esto hace más de diez años.
En esta larga década nuestra vida ha sido… voraz. Hemos creado negocios, cerrado, ganado dinero, nos han robado, hemos aprendido a defendernos, hemos tenido un coche digno de Los Picapiedra y otro de lujo, y dos barcos. Hemos dormido en los mejores hoteles y viajado en patera, hemos conocido famosos, millonarios de vergüenza ajena y gente que apenas consigue ganar un par de dólares al mes. Hemos creado nuestra familia multicolor, hemos viajado, navegado, conducido buggies, motocicletas, lanchas deportivas y hemos paseado por un barco hundido a más de cuarenta metros de profundidad. Me he perdido en el mar y hemos comido en la taberna más antigua de América. Hemos conocido gente chatarra y gente maravillosa que ha calado en nuestras vidas. He escrito dos novelas, peleado con la policía, los médicos, los militares y sacado gente de la cárcel. He aprendido a chapurrear en inglés (nuestro hijo lo habla), y todo nuestro entorno sabe que soy catalán, hemos abierto nuestras puertas a los amigos y muchas más han sido las que se nos han abierto a nosotros. Hemos vivido la crisis financiera en un país que siempre lo está. Hemos amado. Hemos visitado hospitales de película de terror y contribuido a que miles de personas hayan tenido unas buenas vacaciones. He repatriado cadáveres, he visto a gente hacerse rica y a gente salir con el rabo entre las piernas arruinados por completo. He descubierto qué es ser un tíguere y he comprendido que a veces el valor de un pasaporte vale más que el del amor. Me he vuelto peor persona, cierto, pero igual de cierto es que he intentado que no lo fuera del todo y me he esforzado para que mis decisiones hicieran más bien que mal a mi alrededor. Cada mañana me pellizco para certificar que no ha sido un sueño y no cambiaría un segundo de los vividos por la estabilidad que tenía en Barcelona.
Creo que esto podría ser lo que algunos entendidos llaman abandonar la zona de confort, pero un lugar en el que el tedio, la repetición y la rutina son los amos no creo que deba llamarse zona de confort, sino de secado: zona de secado (de la vida), y todos nos damos cuenta de que nos vamos secando al calor de lo habitual. El problema viene cuando dejamos que nos pase y además nos autoargumentamos a favor: “qué será de nosotros si nos vamos, más vale pájaro en mano, cómo vamos a sacar a nuestros hijos del colegio, cómo vamos a dejar solo a fulanito, qué dirá la familia”, y un larguísimo etcétera de edulcorantes para que nuestro corazón se pudra envuelto en la melaza dulzona de lo seguro. ¿Cómo puede llamar alguien a esto “zona de confort”?
Me niego a creer que las dudas de la vida sólo asalten a unos pocos. Estoy convencido de que darse cuenta que uno se va secando es inherente a la edad adulta del ser humano, ¿cómo sino se explica que el periodo que estamos se llame vida?
En estos años he comprendido que vivir es vivir, que para escribir hay que escribir y que para amar se ha de estar vivo. He comprendido también que la opulencia es tan dañina como la necesidad, que la aporofobia existe y es contagiosa, que por salvar un culo (aunque sea lleno de mierda) hay gente dispuesta a disfrazar los cerdos de unicornios y que la línea que nos separa de lo correcto está pintada sobre el mar. He comprendido algunas cosas obvias que a veces no se entienden hasta que no se viven. He sentido el terror infinito del miedo a la muerte, no de la propia sino la de aquellos a quien amas, que es mucho peor, y he visto como la vida se abre paso con más fuerza en un basurero que en los jardines de un residencial. He vivido como rico en un país de pobres, y me he sentido pobre entre todos ellos. Gente anónima me ha apoyado más que gente de la que esperaba algo y todos mis logros, si es que puedo contar alguno, han sido catapultados sobre las espaldas de los demás. He comprendido que un cargo abre más puertas que el dinero, y que el membrete importa más que el apellido en cualquier tarjeta laboral. He envejecido y me emociona el recuerdo de mi madre, y lloro con películas en las que sale gente buena, pero sobre todo creo que he hecho lo posible por no secarme, por no quedarme en el secadero de confort, por sentir el corazón vivo, la mente despierta y las ganas en la cama.
Ahora la edad va avanzando y la sensación de quedarnos atrapados me asalta de nuevo con una fuerza que hace que se me queme el culo cada vez que llevo más de diez minutos sentado en la misma silla. El secadero se ha hecho confortable y la ilusión de la seguridad vuelve a pesar en la balanza como si fuera un valor real. La vida me llama, nos llama, y las señales que al principio eran timbres suaves en la memoria cada vez se parecen más a la llamada de los tambores africanos. No sé qué pasará cuando acabe de escribir estas líneas, pero sí sé que cuando el silencio me envuelve los oigo con perfecta claridad, ¡tam-tam, tam-tam!