Regex regex = new Regex ( expression x nerd );
if ( regex.IsMatch ( cantidad y nerd ))
{
return true x;
else
return false y;
}
A las cuatro de la madrugada el sueño terminó y Fabricio abrió los ojos. El aire frío de la habitación invadió sus pulmones instándolo a permanecer en el confortable calor de la cama. Se obligó a despegarse del lecho y prendió la computadora ubicada sobre la pequeña mesa a un par de pasos. La luz del monitor desparramó una claridad metálica que lo ayudó a encontrar y ponerse la ropa helada. Llegó hasta la cocinita, apenas una hendidura en una de las paredes del monoambiente; encendió el horno para calentar el lugar y una hornalla donde había una jarra con café. Fue al baño, luego se sentó y comenzó a teclear el algoritmo de programación que había soñado hacía unos instantes.
Las palabras dormidas y sin sentido lo sobresaltaron y volvió su vista a la cama. Un pie de Camila enfundado en una media rayada escapaba del acolchado y su revuelta melena rubia asomaba por la otra punta. En el medio, en el revoltijo de sábanas y colchas, adivinó la serpiente de su cuerpo perfecto. Las treintañeras curvas que deseó desde más de un año atrás, al fin se ofrecieron completas, permitiéndole saltar el umbral de las insinuaciones cotidianas.
Programó hasta las seis y volvió a acostarse. La parte nocturna de su trabajo concluyó y tenía sueño, pero aún su cerebro se encontraba excitado debido a la concentración y demoró en dormirse. Mientras se relajaba repasó su condición de vida y los cambios que habían ocurrido.
Siempre reconoció que era un programador mediocre. Deambuló por distintos estudios de software sin lograr una mejora a su inestable situación financiera, hasta que poco más de un año atrás lo contrataron en una multinacional que controlaba los sistemas informáticos de las autopistas. Ingresó con un exiguo sueldo de principiante a pesar de sus 32 años, pero le alcanzó para escapar a la triste pensión donde subsistía y alquilar el monoambiente que distó mucho de parecer confortable; sin calefacción y con manchas de humedad que invitaban al pasatiempo de imaginar figuras y formas, allí al menos gozó de la privacidad de alguna aventura femenina. En la empresa lo sentaron en un cubículo diminuto y al poco tiempo le acoplaron otro recién ingresado, quien le recordó sus primeros pasos después de acabar la carrera de sistemas y le ocupó el escaso espacio libre que disponía. –Hola, soy Jeremías. ¿Sos de Capital?– preguntó el joven. –Fabricio. Rosarino. –Yo también soy del interior. De un pueblito cerca de Córdoba. Terminé la carrera de analista y me salió una beca para trabajar acá y hacer la licenciatura. –Ajá. –¿Vos sos analista? –Sí. Hablaban de espaldas, pues el lugar no permitía siquiera girar las sillas. –¿Hace mucho que trabajás acá? –Dos meses. Che flaco está todo bien, pero terminá con la charla que estoy laburando. Durante las diez horas que permanecía en la empresa, lo único que veía eran los tabiques de madera pintados de gris y repletos de papeles pegados con cinta adhesiva. Por eso, cada pausa para servirse un café o ir al baño se transformaba en un recreo. En esos paseos intercambiaba algunas palabras con otros programadores y admiraba las piernas de Camila, la rubia platinada encargada de diseño web, que se ofrecían sabrosas bajo su minifalda. Su presencia exuberante se destacaba como una pirámide en un desolado desierto. Una pirámide inalcanzable, según los comentarios de sus colegas. Dos mañanas a la semana el plantel se reunía en la oficina del jefe de programadores para analizar el avance de lo que cada uno desarrollaba. Esas juntas de trabajo se transformaban en un calvario para Fabricio. Allí quedaba expuesta su mediocridad en la resolución de los sistemas y cada vez terminaba con la impresión de que en cualquier momento prescindirían de sus servicios. Una de esas mañanas percibió que los faroles verdes de Camila se detuvieron sobre los suyos durante unos segundos. ¿Habría sido solo una coincidencia? ¿Quizás buscaba un lugar donde descansar la vista y escapar de las miradas viciosas de sus compañeros? No se quedó con la duda y se acercó a ella junto a la máquina del café. –Cami, siempre me pregunté si vivís por acá cerca. –¿Y por qué te lo preguntaste? –Para invitarte a tomar algo cuando salís, si no tenés que viajar muy lejos a tu casa. –Vivo a quince minutos, pero igual te agradezco la invitación. Tengo planes para hoy. –¿Y habrá algún día que no tengas planes? –¿Esa pelada que tenés es natural o te rapás porque te dijeron que te queda bien? –Es natural. Después de los veinticinco tenía tan poco pelo que me saqué lo que me quedaba. –Mirá, Fabricio. Me gustan los pelados como vos. Sos atractivo, tenés buen lomo… ¿pero sabés qué? Te falta subir varios escalones. Así que dejalo ahí. Quién te dice más adelante… aunque por lo que escucho en las reuniones venís mal para un ascenso. El desaliento que le sobrevino no duró mucho. Ya sabía que al «no» lo tenía ganado y al final el rechazo de Camila fue por una cuestión de status, lo cual afirmó la situación en la que él vivía y que los demás podían percibir. De regreso a su departamento, el incidente de la mañana provocó un rebote inesperado en su estado de ánimo. Si su problema era la mediocridad, entonces la superaría, si no con inteligencia y sapiencia, al menos con esfuerzo. Preparó una jarra con café, puso música en la tele y se sentó frente a la computadora a continuar el trabajo que desarrollaba en la oficina. Analizó las líneas de código; fue y vino por los algoritmos; buscó información en internet y deslizó preguntas en los foros de programadores. Pasada la medianoche poco había avanzado. Cinco horas de batalla mental y litros de café y aún le quedó un módulo que no pudo resolver. Sin embargo su decisión de esforzarse lo mantuvo contento; miró a su alrededor, sus cosas, su trabajo, las cuatro paredes del pequeño ambiente que lo envolvían y se dijo: “Este es mi lugar en el mundo”. Agotado, se fue a dormir. Abrió los ojos y buscó el reloj en la oscuridad: las cuatro. Como un autómata se levantó y prendió la computadora, esperó con ansiedad a que se inicializara y luego, colmado de excitación, tecleó lo que acababa de soñar: la solución a su módulo imposible. El nuevo código era exquisito, sutil, magistral. Encajó como la pieza que completa el rompecabezas. ¿Funcionaría en la oficina? No esperó a que amaneciera. La empresa contaba con una guardia permanente y los servidores jamás se apagaban. Llegó, saludó a los dormidos operadores e introdujo su trabajo en la computadora. Probó el sistema: perfecto. Durante el día repasó la línea de razonamientos que lo llevaron a resolver el problema y concluyó que estos discurrieron en una dirección lejana a la correcta. Así que al final relacionó el hecho fortuito a que, después de que se durmió, su cerebro estimulado por las horas de esfuerzo trabajó en forma subconsciente y libre de obstáculos hasta dar con la fórmula. Dos noches después volvió a ocurrir. La misma hora, un sueño similar, un nuevo código que resolvió lo que debía desarrollar. No se lo atribuyó al esfuerzo de su cerebro, puesto que se había acostado pasado de alcohol luego de una cena con sus compañeros de trabajo. Después de un mes de repetirse el hecho en varias oportunidades, no volvió a preguntarse qué ocurría. Cómo y por qué brotaban esos sueños cargados de genialidad. Qué disparador lograba que las descargas químicas activaran sus neuronas y dibujaran en su mente algoritmos perfectos. Porque no era solo que aparecía la solución, además su calidad y perfección era insuperable. Sus logros no pasaron desapercibidos en la empresa. Durante las reuniones de programadores recibió elogios y le otorgaron un cubículo más espacioso y a solas. La exigencia que le marcaron a su trabajo también creció y superó sus limitaciones, por lo que armó una rutina que se adaptó a sus actividades noctámbulas. Durante el día se relajaba frente a la computadora, leía, interactuaba en las redes sociales y cargaba su pendrive para llevarse el trabajo a su departamento. Al anochecer cenaba temprano y se dormía con la certeza de que el anhelado sueño lo despertaría a la madrugada. –Los gerentes te mandan una buena noticia, desde el lunes te hacés cargo del Proyecto Ruta 15– le dijo su jefe. –¡El Ruta Quin…! –Después de que te cambies a la oficina azul se te indicará el equipo de trabajo que vas a dirigir. La verdad es que hace diez meses no daba ni un peso por vos. Ahora tengo que felicitarte por tu avance. –¡Gracias! Es el resultado de ponerme la camiseta de la compañía. Era uno de los proyectos más ambiciosos de la empresa y él sería el líder del grupo de desarrollo. Implicaba un incremento en sus responsabilidades, pero conllevaba un destacado cambio de status y además aumentaría sustancialmente su sueldo. La oficina azul era una de las tres vidriadas del salón y le brindaba una detallada panorámica del cubículo de Camila. –Debo reconocer que subiste los escalones más rápido que cualquiera. Parece que teníamos un Bill Gates escondido en el cubículo del fondo– le dijo la rubia en la soledad de la oficina azul. –Bill Gates nunca aprendió a programar y trepó la escalera mucho más rápido que yo. Pero bueno, acá estoy. –Y decime, ¿sigue pendiente aquella invitación a tomar algo?
Ahora la tenía al lado, sintió el calor perfumado de su cuerpo y su respiración sosegada. Se durmió con una mano apoyada en esas sublimes caderas. –Mi amor, lo de anoche estuvo fantástico, pero vas a tener que hacer algo con tu depto. ¡Es una heladera! –Lo sé. Me siento cómodo acá, pero el invierno pega fuerte y la humedad se vuelve densa. Necesito un lugar mejor. Además, te cuento algo: me llamaron de otra empresa para un cargo de analista ejecutivo. –¡Mi amor! ¿Y es una buena propuesta? –Sí. Antes de que me dieran el Ruta 15 había tirado líneas sondeando qué se encontraba en el mercado; de alguna forma se enteraron de mi ascenso y me quieren llevar. –¿Y qué vas a hacer? –Lo estoy pensando. Es un mejor puesto y más plata. Acá tengo poco más de un año de antigüedad, así que no pierdo nada. Hasta me podría comprar un autito. –Entonces no demores mucho en decidirte, corazón. El invierno no me gusta para nada y se me enfrían las ideas. Cuando envió el telegrama de renuncia unos días después, su jefe estalló contrariado. –Es admisible que alguien busque crecer en su carrera, pero te vas en medio de un proyecto y además a la competencia directa. Lo habitual es que a los que nos dejan los invitemos a regresar si les va mal. Pero en tu caso no. No te molestes en volver. –No te preocupes, me va a ir mejor que acá. Y tal vez más adelante me lleve a algún otro. Tenía la intención de que luego de establecerse en la nueva empresa pediría que incorporasen a Camila y a Jeremías. El cordobecito había sido uno de los pocos que lo ayudó cuando no encontraba el rumbo, antes de que comenzaran sus sueños extraordinarios. Vivía lejos de la capital y viajaba dos horas para llegar al trabajo. –Jere, en unos días desocupo el monoambiente; me mudo al centro –le dijo–. ¿Por qué no te cambiás ahí? Es barato y te ahorrás horas de tren. Te salgo de garantía para el alquiler, si querés. El edificio de la nueva compañía, en el centro de la ciudad, lo intimidó con su cuerpo de acero y vidrio que lastimaba el cielo cargado de polución. Lo presentaron con el énfasis que demandaban sus antecedentes y se instaló en una luminosa oficina del piso veintidós. Desde el ventanal alcanzó a ver cómo el sol daba de lleno en el complejo de departamentos donde se había mudado el día anterior. Alquilar ese semipiso amoblado fue una apuesta económica fuerte, pero las apariencias de su nuevo nivel de vida lo exigían. Mientras los gerentes diagramaban el área que tendría a su cargo, le entregaron una serie de módulos a desarrollar de urgencia. –Comprendemos que no será esta su ocupación en la compañía, Fabricio, pero la reestructuración nos atrasó con los plazos de entrega y no podemos distraer personal– le dijeron. Dedicó el resto del día a interiorizarse sobre los sistemas a resolver y dejó el trabajo a su mente para que esta lo concluyera mientras él dormía. Esa noche rechazó el pedido de Camila para ir a conocer el nuevo departamento. Quiso disfrutar en soledad de la calidez de su nuevo hogar. De ese murmullo que flota en el centro cuando la turbación del trajinar diario se relaja. Compró comida y cenó con un buen vino tinto. Lo rodeaba un contexto muy diferente al que tuvo en el monoambiente. Los muebles, el espacio. Una pantalla de televisión de cincuenta pulgadas reemplazaba a las manchas de humedad y la computadora ya no estaba pegada a su cama: cuando el sueño lo despertara, iría al estudio que armó en la habitación vecina. La claridad de la mañana untándole el rostro a través de las cortinas lo impulsó a sentarse en la cama. Se desperezó antes de comenzar la rutina diaria, preparó café y encendió el televisor con un repiqueteo de alarma en el subconsciente. ¿Qué estaba mal? El reloj indicaba las nueve y cinco, por lo que no llegaría tarde al trabajo. Se había dormido rápido y profundo gracias al vino y se sentía descansado. ¿Qué estaba mal? Mientras mordía una tostada lo comprendió: no había soñado nada y peor aún, no se despertó a las cuatro con la solución de los programas. Fue la primera vez que le ocurrió desde que comenzaron los sueños. Preocupado, prendió la computadora. Tal vez estuvo trabajando y no lo recordaba, pero no halló nada nuevo en el sistema. Partió hacia la compañía con los pensamientos revueltos e intentando encontrar una lógica a semejante fallo. Durante el día se tranquilizó. Se dedicó a repasar los códigos, los cuales en realidad no terminó de entender y apostó sereno y despreocupado a que esa noche volvería a soñar. Soportó el mal humor de Camila a través del teléfono ante un nuevo rechazo de pasar la noche juntos. Comió liviano y no probó el vino. Durmió mal y se despertó de a ratos mirando el reloj. Las dos, las cuatro, las seis. El amanecer lo descubrió con los ojos abiertos y demasiados interrogantes. Durante las noches siguientes intentó diversas opciones. Invitó a Camila, salió con amigos y regresó tarde; combinó comidas, bebidas y compañías. Pero los sueños reveladores no regresaron. Los gerentes le solicitaron que terminara los módulos en varias oportunidades, pero no completó ninguno. La dificultad de desarrollo iba más allá de sus mediocres conocimientos. Los reclamos pasaron de comentarios como: “Imaginamos que se está adaptando”, a otros más tajantes: “¡Necesitamos entregar eso mañana! ¿Seguro que lo sabe hacer?” Veinte días después le dijeron: –Fabricio, nos preocupa mucho su falta de resolución en este tema. Vamos a tomarnos un tiempo antes de confiarle la dirección del área de desarrollo. Tal vez necesite unos meses de adaptación a la compañía. –Supongo que debe ser eso. No sé qué me pasa con el código. –Sí. Seguro. Lo vamos a relocalizar hasta que retorne al nivel que indica su currículum. Confiamos en que no pasará mucho tiempo y lo tendremos de nuevo en esta oficina. No volvió a despertarse de súbito con la solución a sus problemas. Pasó por descensos sucesivos sufridos por su ineptitud, hasta que lo ubicaron en el sector de diseño básico, junto a los jóvenes ingresantes. Su salario disminuyó en forma paralela y debió abandonar el lujoso semipiso a cambio de un descascarado departamento en la provincia. Igual suerte corrió su estado anímico, porque es fácil acostumbrarse a una vida placentera, mas descender de allí a un nivel de subsistencia precaria es solo para corazones templados. Evitó reconocer su debacle a Camila ocultándole sus fracasos, hasta que la situación se tornó insostenible y un atardecer caluroso mientras tomaban una cerveza en un bar, le confesó: –Tengo que dejar el depto. Me va mal en la compañía y me bajaron el sueldo. No me alcanza para pagar ese alquiler. –¿Cómo es eso? ¡¿Cómo te van a bajar el sueldo en un cargo ejecutivo?! –Es que ya no tengo ese cargo… No quería decirte, pero hace un tiempo me pasaron como programador junior. No lo podía manejar. –¡¿Programador junior?! ¿Y para dónde te mudás? –Conseguí un departamentito para el lado de Berazategui. Es medio chicón, pero está lindo y tengo buenas combinaciones. –¡¿Berazategui?! ¡Tenés como tres horas de viaje en micro! –Y sí… Después de esa tarde ella desapareció de su vida. Al principio le presentó excusas comunes para evitar los encuentros, luego dejó de verla conectada en las redes sociales y por último ya no contestó a sus llamados y mensajes de texto. Añoraba la buena calidad de vida que le brindaron sus inusuales sueños y a Camila que completaba aquel hedónico cuadro. Fue a buscarla a su trabajo y rondó por la esquina de la empresa atento a la salida del personal. –¡Fabricio! ¡Cómo andás! –le dijo Jeremías, quien fue el primero en aparecer. –Bien. La espero a Camila. ¿Está todavía en la oficina? –No. Se fue temprano con uno de los gerentes. –Ah… –Che Fabri, al final nunca te agradecí por la garantía que me firmaste para el monoambiente. La verdad que me diste una buena mano. –Sí. Todo bien. –¿Cómo andan tus cosas? ¿Disfrutando esa vida de ejecutivo? El cordobecito parecía no tener apuro y él solo deseaba desaparecer del lugar. –Sí, todo bien che. –A mi me va genial. En el trabajo y en la facultad. Mudarme a ese departamento me cambió la vida. –Me alegro. –De veras. Desde que me fui a vivir ahí me despierto todas las noches a las cuatro en punto. Abro los ojos de golpe y tengo en la cabeza la solución a los programas que estoy desarrollando. ¿Qué loco, no?
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