Revista Diario

Locura de libros

Publicado el 08 julio 2010 por Saludyotrascosasdecomer
Capote odiaba al escritor uruguayo Eduardo Galeano. Y lo hacía con fundamento porque aseguraba haber leído todos sus libros. Cuando el sopor colinérgico del biperideno era más liviano o los mecanismos antagónicos de la risperidona le concedían una tregua, Capote podía pasarse horas hablando de los libros que había leído y de los que los dragones habían quemado en su nombre. Yo me llamo Germán porque así se llama Galeano. Cuando le dije al nuevo psiquiatra que me llamaba Germán por Galeano, contestó pero Germán... Capote, llámeme Capote... Está bien, como quieras. Capote, Galeano se llama Eduardo. Usted no tiene ni puta idea, perdone que le diga, le dije. Y en ese momento comprendí que él poco o nada podría hacer por mí. Todos los libros que tengo los heredé de mi padre. Y también el nombre. Mi padre presumía de haber leído cien veces Cien años de soledad. Mi padre viajó a París durante seis días de mayo con la esperanza de encontrar a La Maga y nunca escribió en papeles rayados y siempre apretaba por la mitad el tubo del dentífrico. Mi padre decía de Benedetti que fue el más pequeño de todos pero el que escribió la novela más grande. Menos mal que cuando Galeano publicó El libro de los abrazos mi padre ya estaba más muerto que vivo con el hígado hecho paté en la cama de un hospital. Si lo hubiera leído, créame, se habría puesto insoportable. Y si digo que odio a Galeano, tal vez mienta, tal vez sea mejor decir que no me gusta, que me aburre, que me atrevo a concederle el mérito de haber recogido en sus libros todas las palabras escritas en los muros de las ciudades. Poco más. Una novia sin tetas más que una novia es un amigo y Capote reía con carcajadas enormes hasta la disnea. Ya querría yo ver al Galeano éste enfrentándose cada día con mis dragones. Recuerdo una noche haber leído uno de sus libros de principio a fin. Esa noche los dragones no vinieron. Se quedaron en el jardín. Cuando terminé el libro, amaneció y decidí quemarlo. Ya ve, médico. No dejé que ellos lo hicieran.
Y tu padre... en París... ¿la encontró?.. Médico, por favor, no me crea usted tan loco.

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