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Publicado el 18 julio 2016 por Pablo Ferreiro @pablinferreiro

Momentáneamente distante de sus otros problemas, Gisele se centró en la angustia aparente de su gato. El animal, triste por la partida de Rubén, vigilaba absorto el sillón vacío donde el marido ausente solía reposar al calorcito del fútbol televisado. El “rulo”, llamado así por su pelaje crespo, no comía y en un acto de rebeldía poco común había asomado la cabeza por el enrejado del balcón que daba a la avenida Rivadavia, en Caballito.
Con la huida del pelado, la casa se volvió, paradójicamente, más desordenada. La rubia se dejó estar, la depresión dejó restos de papas fritas en rincones, botellas de alcohol vacías, pañuelos descartables desperdigados. Una vieja con olor a apresto, compañera de oficina de Gisele, se acercó a juntar los pedazos de la muchacha, un café aguado amenizó la jornada.
-Tenes que viajar, irte, no te ata nada más que el gato, que encima ya está grande.
-Empezar sola, otra ciudad. Que se yo.
-Sos joven
Gisele se miró al espejo y echó a llorar, necesitaba explotar con alguien. La vieja la ayudó a arreglarse y descansar. Al otro día, tomando lo necesario, la rubia se rajó, dejando la puerta abierta para que el gato, si quería, la siga.
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Maite con su valijita camina por Maipú hacia el bajo, sorteando el frío y a  los extraños transeúntes, su mirada va fija al piso de Buenos Aires. El montgomery ya tiene bolitas de viejo, la bufanda conserva perfumes de tiempos mejores, tiempos en los que no huía, tiempos en los que amaba y tenía quien la ame.
Rinconillo es un pueblo de 230 habitantes con su plaza, su bicicleta, su delegación bancaria, su almacén. Está ubicado al este de una provincia pobre. El amor de su vida la encontró inexperta, no supo, o tal vez no quiso, ver que ella era sólo una amante del hijo del intendente. Este hombre, sin embargo, desde su nacimiento estaba destinado a cruzar su linaje con una dama de otra familia de mandatarios de algún pueblo vecino. Cuando estalló la noticia, Maite no sólo tuvo que huir del pueblo con lo puesto sino también alejarse de la región donde hasta las profesionales del sexo la tildaban de desvergonzada.  De ahí al exilio hubo un paso o mejor dicho un tren desvencijado de distancia.
Los bares son buen refugio para el frío, hay un aire condensado, un micro clima. Maite pidió un café con cognac como para tirar toda la noche, evitó cualquier comida que pudieran ofrecerle por mero prejuzgamiento sanitario y porque no, su flaqueza monetaria. Rubén comía una pizza, su pelo tenía más gel que lo recomendado y eso se notaba en su transpiración, tal vez los años de dejadez junto a Gisele le jugaron en  contra a la hora de arreglarse. Luego de mirarla de reojo casi constantemente, el muchacho envío por intermedio del mozo un Cinzano con ingredientes a la morocha, acompañado de un guiño de ojo. Ella, aceptó el convite,a veces la mejor manera de llegar a alguien es llenando su panza.
Contrario a lo que se pueda pensar de alguien que come una pizza grasienta de un lugar como ese, Rubén fue galante, aprovechó que Maite tenía en sus manos un ejemplar de “El lirio en el valle” de Balzac y le habló de Walter Scott, E. T. A. Hoffman y Joseph de Maistre. Fue sincero acerca de porque estaba solo, le contó de Gisele, del gato, de la tristeza de tener 40 y no tener hijos, de no tener nada. Ella reveló vagamente tener el corazón roto y andar sin destino, sin idea de qué hacer, con la fé perdida . Casi a las tres de la mañana fueron a un departamento de un amigo de Rubén donde durmieron juntos sin tener sexo. Maite siguió viaje al otro día, no sin antes dar un beso de despedida  mientras el pelado dormía. No era tiempo de atarse, le afanó algunos pesos y partió con rumbo desconocido.  
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Gisele sonrió mientras movía su copa de vino, New York estaba espléndida. La vista desde el apartamento de Carter desnudaba al Hudson,  respirar el mismo aire  que Humphrey Bogart, Woody Allen o Guy Williams era un placer, luego de tantos años de desencuentros se sentía en paz. Compartió sus sensaciones con Carter, quien  abrazándola desde atrás, le dijo que Williams había muerto en Argentina. Luego le preguntó si extrañaba su patria, si lo amaba, si nunca iba a dejarlo. Ante el interrogatorio banal del americano aparecieron respuestas monosílabas.  Gisele sintió que el momento se había arruinado, no era la primera vez. Sin decir nada se vistió y fue al baño para prepararse para dormir.
Desconcertado, el hombre balbuceó una puteada gringa y puso rumbo directo a un cabaret. Esa noche bailaba Tania, dominicana madura de cuerpo firme e intenso andar por sudamérica, dueña de ojos doloridos y espíritu condenado. Carter la conoció en el supermercado, él no sabía nada sobre el punto exacto del maracuyá. Ella,solidaria, le brindó una clase magistral de 3 minutos. De allí en adelante fue rueda de auxilio cuando Carter se sentía sólo. Ella sabía que siempre estaría para hacerse cargo de las sobras, acostumbrada, aceptaba la injusticia y trataba de convivir con ella.
Gisele hace tiempo no pensaba en Argentina, desde su partida se concentró en olvidar, la ausencia del gusto hacia el tango ayudó, sus problemas financieros también, el poder de la falta de dinero es un remedio infalible para el olvido. Ahora, gracias a Carter y porque no a la naturaleza angustiante del argentino, vino a atormentarla el recuerdo de Rubén, de su gato, de los mates, del afilador, de la avenida de Mayo en otoño. De pronto la invadió el pánico.  Carter no era tan perfecto, en New york hacía demasiado frío, las barbecue son carne chamuscada. Impulsiva a medias, no decidió volver, no estaba lista aún  para enfrentar lo que había decidido dejar atrás. Tomó dinero, abrigo, y vagó por la ciudad, hoy bailaba Tania en el único lugar donde se puede beber dignamente.
Carter estaba acostumbrado a que lo abandonen, había tratado con el terapeuta su extrema dulzura para con sus parejas, enseguida resultaba empalagoso y un poco pajero. Tenía mucho miedo de morir sólo, miedo que lo paraliza a la hora de imponer sus deseos. Gisele entró al lugar y vió a Carter, muy difícil que no lo viera ya que el americano estaba sentado junto al palo donde las chicas hacían pole dance. Ella observó la escena a la distancia, saboreando un gin tonic, dos, tres, varios. Evidentemente ebria, dejó sentar a una de las muchachas en su mesa. Tal vez por tristeza, tal vez por sentir un deseo reprimido, la besó. La mujer que no era otra que Maite.
Las almas viejas piensan el beso como una actitud banal, pasajera, sin embargo las almas sensibles como la de Gisele lo ven como una entrega, una conexión, un punto de inflexión.  No es válido el argumento que dice que la cantidad de besos, la facilidad de dar y recibirlos, conlleve la indiferencia hacia la importancia del acto. Por no hablar de la canallada de minimizar el beso frente al sexo, costumbre deleznable. El beso es la llave del recuerdo. Gisele luego de sentir los labios de la provinciana se vio reconfortada más allá de los efectos del Gin tonic. Ese beso era algo que deseaba repetir.
Luego de un día difícil con Carter, donde se evitó dar una discusión inútil . No importa quien durmió en el sillón y quien en la cama, ambos se abandonaron. Ella buscó a esa morocha de labios experimentados, Gisele estaba con el corazón en la mano, listo para volver a entregarlo, pero Maite ya no estaba, un problema con un cliente o con su jefe o un trabajo por propia cuenta. La rubia volvió a su casa con la tarea triste de recomponer relaciones con Carter y ganar tiempo. Sin embargo ni siquiera tuvo que entrar para darse cuenta de que no había retorno, los gemidos de una dominicana se escuchaban desde el palier. Era momento de seguir corriendo hacia adelante, sola.
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Maite volvió a Rinconillo luego de veinte años, el pueblo se había transformado en una cooperativa campesina.. El tiempo la había vuelto más apetecible y menos crédula. Por derecho de nacimiento pudo unirse a trabajar en la cosecha de sorgo. Trabajó duro, pero poco a poco fue viendo los frutos, la asamblea le asignó una casa y hasta se la tentó para ser elegida para convertirse una dirigente del  pueblo ante la cámara de representantes de la provincia.
Orentino, un muchacho trigueño, la acompañaba en tardes de mates. Ella le contaba del mundo, de Buenos Aires, de la vida líquida, pero nunca hablaban de amor. Él era  inocente, su personalidad estaba forjada por el trabajo duro y por la comunidad. De corazón noble, su entendimiento comenzaba a sucumbir por los deseos de la carne, soñaba con Maite, imaginaba su pasado, su experiencia y se sentía poco hombre. Allí la odiaba e intentaba pensar en ella como si fuera el mismo diablo, pero todo terminaba siempre que ella lo miraba a los ojos la mañana siguiente, con la resolana que la hacía más bella, con el sudor del trabajo a cuestas, con su sonrisa.
La experimentada mujer, entrenada en desengaños y cansada de sufrir, practicaba un celibato estricto desde su vuelta al pueblo. No sufría su decisión, de alguna manera había cercenado el deseo de su ser luego del ultimo beso dado en un bar de Nueva York a una rubia borracha. Un beso de los que dan miedo, de los que buscan atarnos, de los que tiempo después se siguen sintiendo. Ella sabía lo que sufría Orentino y hacía caso omiso, no tenía maldad , los perversos, en general, saben lo que sufre la otra persona por ellos y manejan esa información de la manera más cruel, lo disfrutan, no era el caso.  
Orentino era dueño de un amor virgen, adolescente, ajeno a los juegos de poder de los corazones. Cegado por su propia incompetencia, primero dejó de ir a tomar mate, más tarde huyó de Rinconillo con la carga del amor incomprendido y lo puesto. Las noches fueron haciendo sentir culpable a Maite. Si aunque sea lo hubiera besado, si lo hubiera premiado con su cuerpo, si le hubiera explicado, si todo hubiera sido más que un algo fugaz. Los fantasmas invadieron a Maite poco a poco, la historia se repetía como tragedia, otra vez ella era la turra. Como todo, tarde o temprano el pueblo lo sabría. Pensó en irse con la pena de saber que ya no volvería, pero algo en ella había cambiado con los años, estaba cansada. Para soportar el agravio gratuito se volvió autista, sólo se concentró en trabajar y leer la biblia. No hablaba ni con el cura que, chismoso, moría por confesarla.
Cabe destacar que sus detractores fueron pocos por una crisis inesperada, una peste arreciaba los campos y los habitantes de Rinconillo estaban más preocupados por la marcha de la cooperativa y del socialismo, el sistema se caía, no hay tiempo para cuestiones de alcoba cuando no hay para comer. Dejando sus rencillas históricas de lado, la junta directiva y el cura fueron los primeros en ponerse de acuerdo, ambas partes abandonaron el pueblo, que en un santiamén pasó a ser un pueblo fantasma, uno de los pocos pueblos fantasma de argentina donde el tren no tenía culpa alguna.
Maite resistió hasta el final con algunos otros otarios que mantenían la esperanza de que Rinconillo vuelva a ser lo que era. La casa  de la morocha se volvió parador para quien estaba de paso, así envejeció. Con el tiempo fue aflojando su cepo y a veces hablaba con algún visitante contando historias de la plenitud añeja del pueblo. A veces se olvidaba cosas importantes, no recordaba si eran maoistas o marxistas, donde vivía el cura o si en esa época del año debía sembrarse trigo o sorgo.
Tanto fallaba su memoria que no cobraba por sus servicios y la chica que la ayudaba se vió obligada a renunciar por falta de pago. Cuando ya estaba en las últimas un documentalista llegó a los escombros del pueblo para retratar lo triste que era lo que había pasado allí, no porque el supuesto publico estuviera interesado en ver historias lacerantes sino porque él había nacido en Rinconillo, el cineasta era Orentino.
Maite no lo reconoció, lo cual intentó ser aprovechado por el documentalista para saber algunas cosas sobre ella. La entrevista comenzó con preguntas sobre el pueblo, ante las cuales la viejita dió datos tan sorprendentes como inverosímiles, con decir que aseguraba que Rinconillo era el lugar de nacimiento de Gardel. Orentino se puso serio al ver que la vieja se le iba apagando, desistió de preguntar y aprovechó para acariciarla hasta que su pulso se rindiera. Una vez ida, él la besó en la boca.
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Dos cuchillos se cruzaron en  la ciudad vieja de Montevideo, de fondo había candombe. El negro cuidaba su honor y el de su mujer, manchados ambos por un atorrante en un asado poco concurrido. La pericia no acompaña a los hombres justos como suele suceder en el final de los films de cowboys. El negro fue vapuleado con un movimiento elegante de su oponente que no contento con manchar la acera de sangre llevó el metal hasta el fondo ante la atónita mirada de Gisele.
La otrora rubia, ajada por el tiempo, perdía injustamente a su hombre, al que veía como última oportunidad de romper la racha de imbéciles, ingratos, infieles y estafadores que habían asolado, contando siempre con su complicidad fundamental. El negro era compañero, cebaba buenos mates, arreglaba cañerias tapadas y problemas eléctricos. Tenía la belleza de hombre fuerte, de rasgos marcados, de barba dura.
Despatarrado sobre la silla de jardín, con la camisa entreabierta, el asesino embuchó un cartón de vino para bajar las palpitaciones y los chinchulines gomosos, no era la primer vida que tomaba, tal vez era la más fácil. La tranquilidad no le duró demasiado, Gisele, revanchista rastrera, le abrió la cabeza a sifonazos desde atrás. El asado se terminó de arruinar cuando los sesos del miserable fueron a dar a la parrilla, los demás invitados perdieron también el ánimo de compartir, se podían bancar un duelo a cuchillos pero nunca este desastre falto de virtud. Gisele quedó allí, sentada entre achuras, esperando la llegada de la policía. Su encarcelamiento fue un trámite al cual no se resistió. Per la justicia no conoce de ansiedades y el juicio llegó tarde. La deteriorada salud le ganó la carrera a los tiempos procesales, la rubia murió sola en una celda sin ventanas, privada de una vista que la haga soñar.