Viendo Los abrazos rotos la impresión que le queda a uno es que cada vez le cuesta más a nuestro cineasta más internacional evitar usar el recurso del cine dentro del cine, no pudiendo huir de su alma de director, como ya hiciera en la citada La mala educación y en la mítica La ley del deseo (1987). En Los abrazos rotos lo vuelve a retomar, y no sólo como recurso narrativo, sino como medio de escape de los dos amantes de la historia, quienes por medio del rodaje de una película, pueden consumar su amor a escondidas; siendo también metáfora del amor por el cine que siente el propio Almodóvar, como advierte el personaje de Harry Caine/Mateo Blanco al final del film: “Las películas hay que terminarlas, aunque sea a ciegas”.Almodóvar se inspiró en una fotografía tomada por él mismo cuando estuvo hace años por primera vez en la isla de Lanzarote que, misteriosamente, reflejaba el abrazo de una pareja. Le impactó tanto la imagen de la diminuta pareja abrazándose dentro del inmenso paisaje de la Playa del Golfo, que supo que tenía que labrar un guión en torno a ella. Así surgió Los abrazos rotos. Los bellos y oscuros paisajes de Lanzarote son fundamentales en este film. No por casualidad Almodóvar enmarca entre esos parajes una parte clave de su película. Frente al Juguete del Viento de César Manrique, situado en la rotonda de Tahíche, culmina la fatalidad de un amor condenado, en una cinta donde los paisajes y los decorados son fundamentales para conocer el alma de los personajes.
Dicha fascinación del cineasta por su musa recuerda a la que Truffaut sentía por Jeanne Moreau en Jules y Jim (1961), a la de Tarantino por Umma Thurman en Pulp Fiction (1994) y Kill Bill vol. I y II (2003, 2004), o a la de David Lynch por Laura Dern en Terciopelo azul (1986), Corazón salvaje (1990) o Inland Empire (2006), por citar algunos ejemplos. Cuando un director de cine se compenetra de esta forma con una actriz o con un actor logra extraer lo mejor de ellos mismos, y eso justamente es lo que sucede en Los abrazos rotos, donde Penélope Cruz probablemente realice el mejor papel de su carrera.
Por todo ello estamos ante un magnífico film de su director. Almodóvar rubrica uno de sus trabajos más personales y conseguidos. Se nota la madurez de un artista que ha ido creciendo con el paso de los años y cuyo cine alcanza cada vez cotas de mayor perfección y belleza. Se aprecia en la profundidad de sus guiones, en el cuidado con el que compone cada plano y en la perfección de cada secuencia. La cinta está llena de grandes momentos. Pongamos como ejemplo aquél en que los dos amantes están viendo por televisión Te querré siempre de Rossellini, y ella se emociona. Mateo se da cuenta y decide inmortalizar el momento haciendo una fotografía. Un momento íntimo de una pareja, cotidiano, un instante donde el amor y los sentimientos afloran. Ahí se nota la sabiduría de su director, que no se queda solamente en el recurso del beso, como hubiera hecho cualquiera. Y otro gran momento de la cinta sucede en la secuencia de la escalera, que no desvelaremos aquí. Puro film noir.
Esperaremos con impaciencia el estreno de su último trabajo, La piel que habito, que se estrena en Septiembre y contituye un registro inédito hasta la fecha en la filmografía del cineasta manchego. Hasta entonces disfrutemos de Los abrazos rotos, una joya del cine español reciente.
EDUARDO MUÑOZ