Revista Talentos

Los amantes

Publicado el 14 febrero 2022 por Nuria Caparrós Mallart @letrasyvidas
Los amantes Imagen: Debby Hudson

Con sus brazos menudos ella rodeó el cuello de su acompañante para decirle al oído un secreto. Él solo sonrió como un amante cómplice.

Se subieron al Metro en la estación Centro Médico y de inmediato hicieron suyo un rincón del vagón de la Línea 3.

Ella traía puesto un vestido entallado, con estampado de piel de leopardo, que hacía que se le notara algo de pancita. Unas medias negras transparentes cubrían sus piernas. Su melena era corta, pero se veía alborotada y le cubría parte de su tez morena, pero no su sonrisa. Se veía a todas luces que era mayor que él.

Él rodeó su cintura con sus largos brazos. Era más alto que ella por medio metro. Los años vividos se habían quedado para siempre en su rostro, el de un hombre que no podía ocultar que había sido galán y seductor. Vestía una gabardina tres cuartos color beige, pantalón negro y botas vaqueras picudas color café.

Elena los descubrió desde que se subieron al Metro y los siguió con la mirada durante el trayecto, como toda una voyeur.

La mujer tenía que pararse de puntitas para rodear con sus brazos el cuello de su pareja. A Elena le recordaba el sex symbol de los ochenta, Mickey Rourke, solo que ella no era la Kim Basinger de la película Nueve semanas y media.

El escarceo, el intercambio de miradas, caricias y secretos al oído continuó durante todas las estaciones que siguieron a la de Centro Médico: Etiopía, Eugenia y División del Norte. Las puertas de vidrio del vagón del Metro se abrían y se cerraban, gente subía y bajaba, y ellos permanecían atrapados en el deseo y la seducción.

Nada los perturbaba, daba envidia su libertad.

En la estación División del Norte, Elena se levantó de su lugar y, disimuladamente, se acercó al rincón de los enamorados. Quería escuchar lo que se decían en voz baja, deseaba robarles sus secretos de amor antes de que las puertas del vagón se abrieran para obligarla a bajarse en la estación Zapata, la más cercana a su casa.

Entonces, se preguntó quiénes eran, dónde se habían conocido; ¿en la colonia Tabacalera?, ¿en la cantina La Mascota?, ¿en una parada de autobús?, ¿a dónde iban?

Elena nunca lo sabría, ni tampoco si venían de hacer el amor o si iban como solitarios fugitivos y adúlteros asustados al encuentro con esa deliciosa demencia voluntaria a la que se entregan unicornios, pegasos y dragones.

En su imaginación, Elena tejió una historia:

Ella había dejado de ser una mujer sumisa, condenada a esperar la llegada de su príncipe azul, y decidió exhibir su pasión con un hombre más joven. Había hecho suya la frase: «Si quieres algo, sal a buscarlo».

Él era un cínico seductor que se asumía como objeto de deseo. Vivía sin miedo al qué dirán sobre su relación amorosa con una mujer mayor. En sus relaciones furtivas con las mujeres maduras siempre se preguntaba: «¿Qué quiero yo?».

Cuando Elena llegó a la estación Zapata, antes de salir del Metro, atrapó a los amantes de estilo cautivador, imagen provocativa, sensualidad y seguridad en sí mismos, y sin que ellos lo supieran se llevó consigo su historia para escribirla en su cuaderno rojo.

—¿Sabías que puedes hipnotizar con el sonido de un reloj? Cada día a las doce mira el reloj y piensa en mí acariciándote.

—Sí

—¿Lo harías por mí?

—Sí.

Nueva colaboración de Carmen Lloréns Fabregat para Inspirando Letras y Vidas


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