- tr. Llevar adelante una iniciativa o un proyecto.
- tr. Ocuparse de la administración, organización y funcionamiento de una empresa, actividad económica u organismo.
- tr. Manejar o conducir una situación problemática.
Cuando trabajaba en Barcelona (hace algún tiempo, como dice la canción) lo hice en una empresa de distribución que contaba con una flota importante de vehículos y chóferes. Recuerdo a uno de ellos, una gran persona pero de espíritu pobre, apocado, incapaz de levantar la voz o la mano a nadie. Un currito, un pobre hombre que lo único que tenía era corazón. Un tipo al que todos usaban en sus bromas sin que jamás hubiera un mal gesto por su parte. Algunas tardes al finalizar su jornada regresaba en la furgoneta acompañado por su hijo, supongo que lo recogería del colegio a última hora o algo así, y algunos compañeros, incluso jefes directos, se reían y continuaban sus bromas incluyendo en ellas al chaval, “tu padre no sé qué y tu padre no sé cuántos”. Por aquel entonces yo era uno de los directivos importantes de la casa y una tarde que lo vi llegar salí a recibirlo a la puerta. Le di la mano y tratándolo en todo momento de usted le pregunté cómo le había ido, le hice saber lo importantísimo de su labor en la empresa, de lo mucho que le debíamos y le hice un par de preguntas sobre cómo debía hacerse algo del trabajo. El tipo me miraba y abría los ojos como platos mientras su hijo se le agarraba de la mano como si se tratara de un cable colgando en un precipicio. El chófer me siguió un poco el juego con más miedo que entendimiento, recogió sus cosas y se fue a su casa con su chaval. Al día siguiente, apenas llegó, subió a mi oficina y me abrazó.
No cuento esta anécdota como muestra de lo buena persona que era, pues ni lo era ni lo soy. Unos años antes de lo que acabo de explicar iba, junto a Álex, un amigo que si lee estas letras seguro que lo recuerda, a un gimnasio en Sabadell. Era un gimnasio del centro de la ciudad, uno de esos de alto copete con pistas de squash, saunas, piscinas, baños turcos, etc., y casi cada día al finalizar nuestras rutinas coincidíamos en el vestuario con un señor mayor que nosotros de origen no recuerdo si andaluz o castellano, pero en todo caso aficionado y militante activo del Real Madrid, en una época además que lo ganaban todo. Una tarde que me sentía inspirado, y apenas le vi volver de su partida diaria de squash, comencé a comentar con Álex, en un volumen suficientemente alto como para que me escuchara, lo absurdo de vivir en Cataluña y ser del Madrid, la vergüenza que deberían sentir, y una cantidad de barbaridades repugnantes, impropias, xenófobas, indecentes e imperdonables que lancé por mi boquita con el único fin de hacer gracia a los cuatro amiguetes que andábamos por allí. El hombre, que se limitó a mirarme de refilón como si oyera una música lejana intentando reconocerla sin demasiado interés, se duchó, se secó, se cambió (a poco menos de un metro de nosotros) y se fue. Cuando salió todos reímos, yo con el pecho henchido de orgullo pues el viejo no se había atrevido ni a respirar ante mi labia y arrojo. Digno ante la humillación de la que aún hoy siento tanta vergüenza, tanta tristeza, tanto asco de mi actitud que ni treinta años de arrepentimiento han servicio como penitencia, el hombre se fue a su casa quizá con ganas de partirme la cara, o quizá con la certeza de que las palabras de un imbécil no eran motivo suficiente para sentirse afectado.
Explico esto porque llevo días haciendo memoria retrospectiva y no recuerdo en mi trayectoria laboral, treinta y cuatro años para ser exactos dirigiendo equipos de trabajo, haber humillado a nadie aprovechándome de mi cargo o de su necesidad. El caso del señor del Real Madrid, que me avergüenza doblemente por mi actitud asquerosa y por la falta de valor para pedirle disculpas en su momento, fue por impresentable, por imbécil y maleducado, pero no recuerdo haber hecho algo parecido aprovechándome de mi cargo.
Por supuesto en todo este tiempo he cometido errores, mi memoria dulcifica y esconde mis malas decisiones, y estoy convencido de que habré sido injusto en más de una ocasión, que hay quien no me querrá ver ni en pintura porque alguna de mis decisiones le habrá causado daño, espero que también haya de lo contrario..., pero llevo dos días haciendo memoria y no recuerdo que como director haya humillado a propósito a ningún compañero. Es más, siempre he despreciado profundamente a los jefes que lo hacían. Y lo he visto hacer, muchísimas veces, no me lo han hecho (o no he dejado que me lo hicieran), y me entristece profundamente cuando en pleno siglo veintiuno todavía veo directores y directoras, por usar el lenguaje inclusivo, cuya forma de solucionar las situaciones laborales está basada en la venganza o la humillación al necesitado. Pienso en estas ocasiones que probablemente, como ocurre con el maltrato infantil, sus actitudes estén forjadas por las propias experiencias, que en algún momento de sus carreras profesionales alguien les humilló y ahora tengan la necesidad de resarcirse o piensen que esa es la forma correcta de gestionar.
No comprendo qué bien o qué satisfacción se obtiene golpeando a alguien con la fuerza del cargo y personalmente lo asimilo más a la maldad que a otra cosa. O eso, o es que la adrenalina del poder es más placentera que la melatonina del sueño plácido.
Hace unos días publiqué un decálogo de lo que para mí era ser un buen gerente, y con toda honestidad siempre he intentado mantenerme atento a estas normas, de hecho, ojalá este post sirviera para que si alguien cree que no lo he hecho me pusiera en mi sitio, pero si yo tuviera una empresa y viera a un mandatario gritarle a su familia, humillar a un trabajador, tomar venganza contra personas que incluso ya ni están en la compañía o hablar mal de terceros en su ausencia, inmediatamente lo apartaría de mi equipo porque en una organización de seres humanos (aunque se dediquen a ganar dinero) no deberían tener cabida las malas personas ni las malas actitudes.
Por desgracia, muchas veces estas cosas se aplauden porque se ven como fortalezas de dirección, como capacidades de mando, de mano dura, de establecer jerarquías, de aviso a navegantes, como decía aquel jefe, pero para conseguir el respeto jerárquico hay muchas herramientas que no incluyen la humillación o el abuso de poder. Quizá la inmediatez, la presión por conseguir resultados, la violencia del mercado, de la competencia, ese modo tan despreciable de marcar paquete para subir puestos en el organigrama, validen actitudes de esta calaña, pero a la larga las empresas que las toleran o las aplauden acaban llenando sus staffs a partes iguales de pusilánimes y abusadores, por un lado gente que se cree que lo sabe todo y que puede hacer lo que le dé la gana, y por otro gente que les da igual lo que les digan porque no les importa un pimiento nada que no sea mantener su salario todos los meses.
Es curioso también como a la gente se la va conociendo cuando tienen dinero o cuando sienten la empuñadora de la vara en sus manos, y dicen que el dinero o el poder cambian a las personas pero no es cierto, el dinero y la sensación de poder (pues el poder per se es una ilusión) lo que hacen es mostrar la realidad de las personas, mostrar el verdadero vestido del emperador, por eso todo el mundo debería tener no cinco minutos de fama como decía Andy Warhol, sino a cinco minutos de ser rico o sentirse poderoso. ¡Anda que no nos íbamos a reír!