Londres es feo, dicen algunos. Es gris, vertical. Masculino. Con esas moles construidas sin ton ni son y los councils afeando los barrios residenciales. Yo, todo eso lo veía pero no me molestaba. No habéis pasado aquí el tiempo suficiente, les decía. Aunque, en realidad, antes incluso de poner un pie en el Reino Unido yo ya suspiraba por las casitas victorianas de ventanas de gillotina, los secret gardens o esas librerías con encanto que ahora -pero no antes- también brotan en las calles de Madrid o Barcelona.
A mí, Londres me parece una ciudad preciosa. Pero no a la manera de París, que me aburre un poco con su belleza de postal. Londres es más bien como Kate Moss. Su encanto no es evidente, pero una vez que penetras en él se vuelve irresistible. Y entonces es cuando dejas de ver edificios grises y te das cuenta de que suena música en cualquier rincón. Pero para eso hace falta pasear. Doblar una esquina cualquiera y toparse sin saber cómo con un jardincito en flor o un pub semiescondido en el que sentarse a ver cómo el sol se baña en el río al atardecer. O pasear por las high streets de Kensington o Islington para maravillarse con el espectáculo de los restaurantes de moda, engalanados, orgullosos, exquisitos.
Así es como Londres se va volviendo femenino ante nuestros ojos. Y entonces brota en el aire un olor a primavera, a pesar de la grisura del cielo, de la prisa de la gente. Un cosquilleo que se abre paso por entre los nudos de la espalda y que explota hacia fuera, loco por romper los límites de nuestra piel.
Sí, debe de ser algo que está en el aire y que hace de los ingleses esas criaturas excéntricas y de nosotros, los inmigrantes, buscadores de nosotros mismos. La ciudad nos inspira para llegar a ser lo que realmente somos. Nos busca y nos une, peterpanes y niños perdidos que deambulamos por Londres anhelando encontrar, como Alicia, la puerta para cruzar al otro lado del espejo.