Los dragones están dormidos. Y, en ese estado, detienen el tiempo. Refulgen las piezas de oro bajo sus garras y la noche no lo es hasta que despiertan por cualquier motivo. Con un ojo abierto y el otro cerrado escrutan el espacio oscuro de sus guaridas, olfatean las sombras, cambian de postura el vientre dolorido, desperezan las alas, comprueban que el príncipe que ha de matarles aún no ha llegado y, tranquilos y confiados entonces, duermen de nuevo un tiempo detenido.
Capote decía que no era capaz de vencer a sus dragones ni cuando estaban dormidos, que las pastillas que le recetó el nuevo psiquiatra le dejaban la boca pastosa y le provocaban temblor en las manos, que una de veinte era la noche que dormía bien y no tenía sueños en tres dimensiones, que prefería a la psiquiatra que le veía antes, la rubia que nunca me dijo tendrás que dejar de fumar. Y no pienso hacerlo, porque sólo así consigo que esos putos dragones se guarden el fuego dentro.
Capote entraba en la consulta, decía buenos días, médico, se quitaba la americana de pana negra y la colgaba con cuidado en el respaldo de la silla. Se sentaba, cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda y mirándote a los ojos decía, médico, hoy quisiera hablarle de dragones.