Un 14 de noviembre pero del año 1360, en Owase, prefectura de Mie, y en Hyogo se registró un terremoto que hoy se hubiese calculado como de 7.8 grados en la escala de Richter. Al día siguiente se produce un tsunami.
Como todos sabemos (¿?) Owase está ubicada en la región sudeste de la península de Kii, frente al Océano Pacífico, y la prefectura de Hyōgo se encuentra en la región de Kinki sobre la isla de Honshū, ambas en Japón, siempre castigado por grandes desastres climáticos y/o geológicos.
En aquellos lejanos tiempos, los residentes que debieron soportar tanto el terremoto como el tsunami deben haber pensado que se trataba del "fin del mundo", expresión que califica algo no bien definido que intenta incluir desde el último día del ser humano sobre la Tierra hasta el fin del propio planeta en su totalidad.
Y les dejo investigar cuántas veces tenemos escrito en la Historia de la humanidad que han habido catástrofes como esas. Verán que las hubo siempre y que no producían tantas víctimas como las de estos días simplemente porque la población era mucho menor en toda la superficie de esta piedra sobre la que transcurrimos nuestras vidas.
¿Se acabará algún día la especie humana? ¿Se destruirá definitivamente alguna vez este planeta hermoso que no sabemos cuidar al menos mientras dura? La respuesta es sí. Porque lo que tuvo un comienzo tendrá un final. El problema es ¿cuándo? y, subsecuente a preguntarnos eso nos asalta otro interrogante: ¿cómo?
Es que nos inquieta el tema de que somos mortales y que un día de éstos llegará para cada uno su "fin del mundo" personal. Berkeley inauguró con ello el principio del idealismo, según el cual "el ser" de las cosas es su "ser percibidas", de tal modo que la sustancia no es ya la materia, sino únicamente la sustancia espiritual, de cuya existencia nuestros pensamientos son la prueba irrefutable (como decía Descartes: "pienso, luego existo"). Sin embargo, si los objetos no existen como fundamento de nuestras representaciones mentales, tenía que haber algo existente que, permaneciendo fuera de nuestra mente, suscitase nuestras percepciones, un principio que Berkeley halló en Dios.
"Si yo dejo de pensarlo el mundo deja de existir", aseguraba el obispo filósofo. Entonces, para cada uno de nosotros llega el fin del mundo material cuando dejamos de percibirlo. Una idea no solamente difícil sino más aún desagradable. Por eso pocos siguieron su doctrina y lo consideraban algo así como un excéntrico.
Es que nadie quiere morir, dejar de ser, saber que el mundo seguirá para miles de millones pero ya no más para él. Entonces quizá busque una circunstancia catastrófica que permita la dudosa felicidad de que si él deja de existir todos dejarán de existir en ese mismo momento. "Cae Sansón con todos los filisteos", diría un antiguo amigo de mis años de estudiante.
Pero si bien es posible que haya un cataclismo planetario que libere la Tierra de esta carga ominosa que somos los seres humanos, no es probable que ocurra dentro de horas, días o meses.
Los dinosaurios, se dice, desaparecieron cuando un meteorito cayó por el Golfo de México, creó una nube de polvo que oscureció todo y perturbó la continuación de la fotosíntesis con la consiguiente desaparición de las plantas verdes, alimento de esos bichos que reinventó Spielberg. Pero eso llevó años y años, cientos, miles. Los dinosaurios fueron transformándose en leyenda prehistórica confirmada por unos cuantos huesos de sus esqueletos y por alguna cucaracha que todavía persiste en seguir viva para mantener el ADN de sus antiquísimos antepasados.
En fin. Que si nos cae un meteorito digamos en el barrio, por acá cerca, ahí en el patio de la casa de doña Pety, seguramente será nuestro fin del mundo y tal vez el de muchos vecinos, amigos y favorecedores. Hasta es posible que el efecto se sienta intensamente, más temprano o más tarde, no solamente en otros barrios de la ciudad, en otras ciudades, en otras provincias, en otros países, en todo el planeta. Pero no estaríamos para verlo. Nuestro "fin del mundo" llegó cuando cayó el meteorito en el patio de la vecina y nos convirtió en menos que un recuerdo, porque los que nos podrían recordar en el futuro tampoco quedarán para contarlo.
En cambio, si consideramos el "fin del mundo" personal, para lo que solamente alcanzaría con que nos cayera una maceta desde el primer piso de una casa cercana y atinara exactamente sobre nuestra cabeza mientras transitamos distraídamente por su vereda, no parece tan malo. Al menos habría quienes nos recordaran de vez en cuando, quizá bien, quizá mal. Y sería alcanzar ese pequeño bien material buscado: no morir. Volveríamos en nuestros hijos, tal vez, según aseguró un tal Hamlet Lima Quintana.
Esquel - Chubut - Argentina