Hoy han vuelto a maullar los gatos de la calle. Sus lastimeros lamentos me despertaron de nuevo. Como ayer, y anteayer y antes de anteayer. Lloran.
Mis gatos duermen tranquilos en casa y me traen a la cabeza con su maullido retozón y zalamero, solo mi rutina. Los otros, los que se lamentan a la luz de esta luna brumosa, me traen recuerdos.
Con su insomne y plañidero pesar, hacen que acuda a mi memoria una sonrisa, contrapunto a su sentir nocturno.
Recuerdo las medias y el tacón, el vestido casi prostibulario, mi risita nerviosa, mi no saber qué hacer. Y mientras ellos lloran, yo sonrío recordando esa noche donde la lujuria me hizo morderme los labios, entre inocente y morbosa, entre niña y experta.
No hay secretos entre esos gatos, sus maullidos que cortan la noche en dos, el tejado cómplice de sus pesares, y yo. Pues soy gata callejera como ellos cuando te tengo entre las sábanas.
La luz tenue de una lámpara en la mesita de noche, huérfana y cómplice, rompe la oscuridad de la estancia y nos dibuja en la pared como sombras bailarinas.
Y mientras bailamos, atados a nuestros cuerpos con finas e invisibles cuerdas de inconsciencia, deseo y amor, y tú me atas con lazos reales, apretados, negros; ellos siguen su paseo por los tejados. Cantan para nosotros y cantamos para ellos. Cantamos y gemimos. Gemimos y gozamos.
Entre tú y yo no hay reglas y los gatos de la calle lo saben.