Las reglas del juego, los imponderables de la trama, la coherencia de la narración. La gente -ese concreto magma hecho de personas en donde no parece haber ninguna persona en concreto-, con tal de no admitir que no tolera una gota más de verosimilitud, recurre a todo género de palabras cuyo alcance no entiende.
Sé muy bien lo que me digo, porque soy escritor, lo que equivale a regentar una tienda de disfraces y artículos de broma, un comercio en donde se dota de apariencia inverosímil a las cosas verosímiles o al revés, según el baile al que se tenga que asistir. En los estantes y en el escaparate de esa tienda se amontonan las palabras: el confeti por estrenar que luego será pisoteado, en mitad de charcos de champagne, por las suelas, durante el final de la fiesta, los matasuegras retraídos en su timidez de caracol mudo, los polvos de estornudar, las serpentinas de colores distintos que después colgarán de los aparadores, las lámparas y las cabezas de los invitados aturdidos en el baile del mundo. Las palabras constituyen el último juguete al que nos aferramos los niños malcriados de la literatura, para salvaguardar a capricho un embelesado mirador desde el que se contempla la vida adulta. O eso, al menos, opinan las autoridades que legislan estos asuntos tan espinosos. Por lo visto, es algo que tiene que ver con la inmadurez congénita, con los deseos insatisfechos de dormir con nuestra madre y con cierta obcecación autodestructiva.
Los reinos de la casualidad, Carlos Marzal.