Con los labios blancos y las manos temblando sin control, ella aguardó en silencio su turno para entrar en el confesionario y decirle al sacerdote cómo había perdido el control de sí misma y se había entregado, primero con miedo y después sin el menor reparo, al amante prohibido. Cada noche desde hacía dos meses lo visitaba a escondidas en un viejo motel al otro lado de la ciudad, lejos de su esposo, lejos de la realidad y se perdía durante horas en un placer, que se incrementaba con el miedo a ser descubierta.
Había llegado al punto en donde su alma ya no podía tolerar más la carga y por eso decidía confesarlo todo a la única persona que podría escucharla sin estar involucrada directamente en el error.
La puerta del confesionario se abrió, un hombre vestido de negro salió de ahí y dirigiendo una sonrisa indiferente a la mujer, le pidió que esperara señalando el confesionario.
Cuando ella entró, empezó a sentir en su pecho la clara sensación de paz que estaba buscando; el sólo hecho de haber reunido el valor suficiente para hablar, le estaba aliviando el corazón. Minutos después, sintió el crujir de una silla al otro lado de la celosía de madera y escuchó la voz pausada y serena de un hombre:
-Ave María Purísima…
Ella explicó primero en general y después, a petición del cura, con lujo de detalle los encuentros con su amante. Cuando terminó, esperó impaciente una respuesta, un castigo pero no pasaba nada. Notó una pequeña vibración en todo el confesionario y llena de curiosidad sacó la cabeza e intentó asomarse al otro lado. Descubrió con sorpresa al hombre vestido de negro con la sotana levantada hasta la cintura masturbándose con vehemencia.