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Los matices de la locura

Publicado el 19 mayo 2011 por Fabianscabuzzo @fabianscabuzzo

Lo que la vox populi conoce como “genio-loco” no significa únicamente ausencia de estabilidad mental o sentimental. Esta denominación implica, además, una imagen mítica desarrollada en el Renacimiento sobre el hombre creativo, inspirado, rebelde, obsesionado, alineado, y también neurótico. Pero el retrato renacentista del “artista-loco” reúne una gran cantidad de variaciones heterogéneas que no se ajustan, en ningún modo, a la creencia de que el genio es un enfermo mental.

El vocablo “locura” tiene numerosos matices que es necesario aclarar en lo que respecta a sus vínculos con la actividad creativa o creatividad. En primer lugar está la locura como manía, la locura como enfermedad o enajenación mental donde se integran las diversas psicosis (tóxicas, orgánicas, afectivas y esquizofrénicas), las esquizofrenias, los problemas afectivos (distimias, depresión, hipomanía y ciclotimias y las tradicionales neurosis, (de angustia, ansiedad depresiva, hipocondríaca, histérica, fóbica, obsesiva-complsiva y neurasténica); y, en el tercer lugar la locura como conducta excéntrica y/o anormativa. Ninguna de estas tres acepciones significa estar inmunizado contra el bacilo de la creación. La actividad creativa puede permanecer inalterada, parcial o totalmente, por una enfermedad mental, y por supuesto, estar a años luz de un éxtasis divino.

Hay prototipos y esquemas perceptivos distorsionados sobre lo que es la locura asociada a la personalidad del creador. Fue en Grecia, hace unos dos mil quinientos años, cuando Platón diferenció por primera vez la locura clínica de la locura creativa, diferencia que fue retomada, junto a su teoría de los furores, en el Renacimiento. El divino artista renacentista bebía en el entusiasmo poético platónico en el Dios Padre, arquitecto del universo. El artista, como “alter deus”, se alejaba de los comunes mortales para alcanzar el éxtasis armónico, la hermosura divina: un estado de locura divina al que sólo los inspirados estaban convidados. Aristóteles, por su parte, defendió una estrecha relación entre la genialidad y padecer un tipo de locura: la melancolía. Para ser genio había que padecer melancolía, lo que generó la necesidad en los artistas de presentar un cierto grado de locura si querían alcanzar la genialidad en sus creaciones filosóficas, poéticas, pictóricas, o en cualquier otra forma artística. La Edad Media no se pronunció en este tema; sólo la Iglesia se limitó a condenar el desorden melancólico por su proximidad con el “vicio” de la acidia.

Fue a finales del siglo XV cuando de nuevo se aceptó, incluso más explícitamente, que sólo el temperamento melancólico estaba capacitado para alcanzar el entusiasmo creativo platónico. Dicho temperamento se puso paulatinamente de moda en Europa y llegó un momento en que la sensibilidad, la soledad, la veleidad, y la excentricidad adquirieron un gran aprecio. No se creía posible la existencia de ninguna gran obra intelectual ni artística de valor si su autor no era un melancólico y se mantenía absorto en contemplaciones. Rafael, Durero o Miguel Angel presentaron rasgos de personalidad que se ajustaban claramente a las ideas vigentes en la época sobre el talento creativo. En el Tratato della nobilià della pittura de Romano Alberti aparece excelsamente codificada la pretensión del artista de integrarse en la estirpe de los melancólicos. Así los define Timothy Brignt en su On Melancholy (1586): “Frío, seco, de color negro atezado, de una sustancia que se inclina hacia la dureza, enjuto y escaso en carnes…, tiene una memoria bastante buena si la fantasía no la borra, es firme en sus opiniones, que difícilmente cambia una vez que haya tomado una resolución, dudoso antes y tardo en su deliberación, suspicaz, arduo en sus estudios y circunspecto, propenso a sueños espantosos y terribles; en sus afectos, triste y lleno de miedo; es difícilmente incitado a la ira pero la guarda mucho tiempo y no se reconcilia fácilmente; envidioso y celoso, pronto a optar por la peor parte de los lances y desmesuradamente apasionado. De estas dos disposiciones del cerebro y del corazón surgen la soledad, los gemidos, las lágrimas…, los suspiros, los sollozos, la lamentación, una cara resignada y cabizbaja, sonrojada y tímida, de paso lento, silenciosos, perezoso, rehusa conocer y frecuentar a los hombres, se deleita más en la soledad y la oscuridad.

Pero poco a poco el talante melancholicus fue perdiendo adeptos, y no sólo entre los eruditos y estudiosos del arte. El profesor de Oxford, Robert Burton, se refiere a ellos en su Anatomy of Melancholy (1621), como “críticos imperiosos, chaceros gramaticales, figurones, anticuarios singulares y el resto de nuestros artistas y filósofos” que juzga como una especie de hombres locos como ya los había considerado Séneca.

Burton a pesar de que su libro tuvo un gran éxito momentáneo, pronto cayó en el olvido, del que no resurgiría hasta el siglo XIX. Mientras tanto, el estudio de los afectos se siguió llevando a cabo según los cánones marcados por la patología humoral. Les Passions de L’Âme de Descartes, el Lebre con den Temperamenten de Stahl y el De mobis artidicum de RAmazzini (que atribuye los ataques de melancolía en los pintores a las características nocivas de las pinturas y de los colores que utilizaban), son las obras más notables entre 1649 y 1713.

Si bien durante los siglos XVIII y XIX sigue vigente la antigua doctrina de los temperamentos y se continúa clasificando a los artistas según esas ideas, de modo que –más o menos implícitamente– la melancolía se considera esencial al temperamentos de los creadores, comienza a entreverse una cierta reticencia en aceptar la conexión entre el genio y la locura, “cette maladie qu’on apelle génie”. Y es entonces cuando un grupo potente de psicólogos –entre los que se encontraban Lombroso y Moebius– intenta aunar la psicosis y la actividad artística. Dicha escuela tendría una gran influencia durante la primera mitad de nuestro siglo; por ejemplo, Courbon llegaría a sostener que “la megalomanía está generalizada entre los artistas”; y Lange-Eichbaum en El genio, la locura y la fama concluía que “la mayoría de los genios tienen una anormalidad psicopática… y muchos también son neuróticos”. También los psicoanalistas de la época defendían que los artistas estaban expuestos a complejos de Edipo y de culpabilidad, a narcisismo y a una mayor propensión a la bisexualidad o eran víctimas de su “supe-ego” así como de frustraciones y traumas psíquicos. Sin embargo, no faltaron psicoanalistas que, como Schneider, se apartaron de esta opinión, en principio, mayoritaria: la vida de los hombres y mujeres de talento abunda especialmente en episodios de inhibición, desesperación, volubilidad, irascibilidad, desasosiego que alternan con episodios de productividad; se ha supuesto que estos desequilibrios son intrínsecos al genio pero no son privativos del artista: existen en jugadores de béisbol, camioneros y otros pilares de la sociedad.

Algunos artistas llegaron hasta sublevarse contra Lombroso y su escuela. Uno de ellos, Charles Lamb rechazó repetidamente el retrato confuso del genio-loco. En su ensayo The Sanity of True Genius apunta: “Muy lejos de la opinión establecida de que el genio tiene un necesario parentesco con la locura, el mayor genio se encontrará siempre en los escritores más cuerdos. Es imposible pensar en un Shakespeare loco. La grandeza del genio, entendida aquí sobre todo como el talento poético, se manifiesta en el equilibrio admirable de todas las facultades. La locura es el resultado de forzar y cometer excesos con cualquiera de ellas.”

Esta postura ha sido defendida también por psicólogos como C.Pelman, que llegan a afirmar que los genios locos fueron muchos menos que aquellos aún más grandes que no mostraron ninguna huella de locura. Puede afirmarse con toda seguridad que ninguno de los grandes genios padecía una enfermedad mental; en los caos en que cayeron en la locura, esos artistas disminuyeron a partir de entonces o durante el período que sufrieron el brote psicótico, estado tóxico o depresión, sus facultades creativas (por ejemplo Coleridge, De Quincey, y ahora Styron).

Actualmente son muchos los profesionales de la salud que comparten esta último punto de vista. La psicosis por sí misma nunca es productiva: sólo la mente de un hombre puede ser creativa, jamás lo será una enfermedad mental. Pero lo verdaderamente anticlímax a la asociación aristotélica genio-loco, como señalan los ·Wittkoiwer en Nacidos bajo el signo de Saturno, es aún más radical: el pintor o escritor no es único y no tiene una necesidad especial de que se comprenda su personalidad, como tampoco el verdulero, el banqueroo el hombre de la calle, cada uno de los cuales tiene su modo particular de desarrollar su propio psiquísmo, ya se mueva en el terreno del dinero, del poder, de la pintura o de la política.

Esto pues anula cualquier posibilidad de definir, según rasgos específicos de carácter, las mentes creativas. De todas formas, se observará que determinado estilo de vida y ciertas actitudes, exigidas por el propio oficio artístico y su correspondiente “marketing” social, van conformando y reforzando formas de actuar particulares que pueden llegar a erigirse como rasgos permanentes y definitorios de la persona y de su profesión.


(Texto extraído del libro “Locuras y amores”. Autora Elena Ochoa)

 


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