Los niños de la Navidad

Publicado el 27 noviembre 2018 por Nunipaper



Un día como cualquier otro Marcell Pinot y su amigo Lucas Monett decidieron sentarse a conversar como solían hacerlo durante la semana. Escogieron el negocio que por muchos años los acogió como su lugar preferido para desayunar; el Café Petite.
Un establecimiento hermoso. Todo su frente estaba construido con arcos de ratán de colores blanco y rosado. Frente a cada sombrilla amarilla de su terraza, mientras se deleitaba el paladar, se podía disfrutar del aroma de un jardín de rosas muy bien atendidas.
Era un lugar muy renombrado por su ecléctica decoración minimalista, donde todos los domingos se escuchaban las agradables melodías de un clásico acordeón. Reconocidos escritores y artistas plásticos de la vecindad tenían como parte de su rutina diaria visitarlo todas las mañanas.
A todos les fascinaba el aroma y el sabor del exótico café caribeño que solo ahí se podía encontrar, no sin dudar de la exquisitez que sentía el paladar cuando se le obsequiaba un trozo de su auténtico pan caliente, recién salido de su reconocido horno de leña.
Compartían y saboreaban su añorada taza de café matutino. Tranquilos, reclinados en sus sillas preferidas.
Pero… solo les alcanzan algunas monedas esta mañana para pagar un par de tostadas y dividirse la única taza de café que les pudieron solventar sus bajos recursos.
Conversaron por varios minutos, pero el café compartido escaseó, y las tostadas blancas calentadas a la sartén llegaron a su fin. Fue en ese momento que sintieron la extrañeza de aquellos días en los que una taza de café y una buena conversación terminaban en otra taza más, y hasta posiblemente en la inclusión de otra mesa para compartir con alguno que otro amigo interesado en su tertulia.
Ese tipo de mañana con buenos temas, a veces lograba tener tanto sentido y validez en sus vidas, como para que aplazaran la apertura de su propia repostería.
En fin, sus ánimos no andaban del todo bien a raíz de sus bolsillos. La causa de sus pesares económicos tendría que acabarse de una vez por todas. Al menos así pensaban, mientras miraban sus ojos reflejados y muy tristes en el fondo acaramelado de sus tazas vacías.
En raras ocasiones, muchas de las tertulias en esas jornadas matutinas no eran precisamente agradables. De hecho, meses antes de su falta de liquidez, Marcell logró compartir temas con un sujeto particular. Un gentleman que ridículamente intercambió información confidencial acerca de un posible contrabando de diamantes, tan solo por obtener una de sus sabrosas recetas…
Esta mañana de deseos encontrados finalmente catalizó en Marcell, para que tomase una firme decisión en su vida. Debía remediar su situación económica o esperar a que se desapareciera su imagen de virtuoso panadero para siempre.
Así que trató de convencer a su amigo Lucas para que se uniera a su plan.
Interceptar y robar el maletín de diamantes en ruta de contrabando que de manera misteriosa aquel hombre le logró ofrecer antes de que cayeran sus bolsillos por el precipicio. Su corazón palpitaba más rápido cada vez que soñaba con el asunto. Era la única opción disponible en el momento para recuperar juntos el lugar que tanto trabajo les costó construir. Y precisamente esta fue su última tertulia bajo las sombrillas del Café Petite. Un lugar inmejorable para darle sentido a sus vidas en la mañana.
—Déjame explicarte un dato importante antes de salir de aquí, Lucas. El último que intentó robar el maletín con las joyas fue encontrado asfixiado en un vagón de carga.
—¿Cómo lo hicieron? Me da miedo, solo necesito dinero para comprar algunos regalos de Navidad para mis hijos y pagar la calefacción atrasada. Me asustas… no sé si valdrá la pena.
—Bueno, olvídalo entonces, mala información de mi parte. Solo te puedo decir que nunca se encontró al posible asesino de aquel supuesto experto en robos. Eso no debo escondértelo. Lo que importa ahora mismo es que sigas las instrucciones detalladas que están en este folleto, hasta que me encuentres la próxima semana en la isla de Puerto Rico, en la estación ferroviaria del puerto de Mayagüez.
—Pero nunca he leído un folleto como este… es un texto muy serio.
—¡Pues enfoca tu mente por primera vez! Estos son diamantes… — miraba su alrededor, mientras levantaba su taza vacía mostrando buenos modales—. Ahí tienes tu identificación falsa, e instrucciones de cómo moverte de pueblo en pueblo hasta llegar al área oeste de esa isla.
—No lo hare por nada del mundo.
Al otro día, ambos amigos decidieron zarpar en diferentes barcos de vapor con dirección al Caribe.
Cansados de casi una semana atravesando el mar Atlántico vistiendo de traje, lograron verse en la isla de Puerto Rico. Y como habían acordado en su última tertulia, se encontraron frente a la estación del tren, conversando sentados en un banquillo.
Una multitud de criollos, vendedores ambulantes y oficiales a caballo les daban la bienvenida en la rústica estación costera, acompañada por decenas de almacenes y carretas de carga en continuo movimiento. Se levantaba el polvorín en la carretera y el sonido de la muchedumbre les recordó su patria en un día de pleno trabajo. Suspiran llenos de miedo, mientras que un trabajoso vistazo a la escena hacía revolver sus barrigas vacías. Pero debían continuar.
—¿Que otra información tienes, Marcell? Sabes que el tren con la supuesta maleta de contrabando sale a las cinco de la tarde, recuerda eso… a las cinco de la tarde y son las cuatro en punto exactamente. ¿Notaste que el calor y la humedad de este sitio me están matando…? Esto es absurdo… Ne pas ce que je peux supporter ¡No lo aguanto más!
—Cálmate, utilicé muchos recursos para que lográramos llegar hasta aquí desde Francia. Escúchame bien, tuve que sobornar a un grupo de militares de muy baja calaña para falsificar nuestra identidad. Después de todo, con los diamantes en nuestras manos podremos echar a andar la panadería que nos incautó el gobierno, y quizás hasta nos sobre algo para comprar una relojería.
—Perdona, pero el trabajo del robo es mío solamente. Eso fue lo que acordamos. ¿Cómo te atreves a incluir a militares o a otras personas?
—Tranquilo, todavía lo es. Déjame explicarte.
—Bueno soy todo oídos… es mejor que me digas algo con sentido porque perdí el folleto con las instrucciones durante la travesía.
—Este atraco es sencillo, subirás en el vagón donde estarás sentado muy cerca del maletín con las joyas, media hora después mis colegas cortarán las luces de la cabina.
—Eso se oye demasiado sencillo, Marcell. No me gusta para nada tu idea.
—¡Escúchame bien! El maletín con los diamantes viaja en las manos de un niñito.
—Qué bien enterado estás de todo. Me preocupa y me asombra sobre manera.
—Menos mal que sabemos este dato, si no… sería peor que buscar una aguja en un pajar en esta estación tan llena de gente. Confía en mis conexiones; después de todo, perdí mucho dinero para averiguar todo esto, arriesgué mi libertad y mis últimos ahorros. Al igual que lo hice cuando me arriesgue protestando por las calles de Francia en contra de los impuestos de doctrina clasista.
—Sí, pero en la protesta pegaste cartelones con una caricatura del jefe de impuestos con semblante de vampiro, que decían: “Que paguen todos por igual, ¡chupa sangres!”. ¡Por suerte no nos arrestaron!, pero con sus leyes nuevas estamos en la ruina.
—¡Que viva Francia libre de injusticias, lo repito donde sea!
—Baja la voz que me dicen que en este lugar se ponenbelicosos al escuchar ese tema.Está bien, te creo; no estamos para malos entendidos.
—El maletín lo carga un pequeñín, como te dije antes. Es la manera más incógnita que tienen de pasar esos diamantes frente a los agentes del puerto sin despertar sospechas. Por eso llegaron por este muelle, donde hay mucho menos vigilancia militar que en el puerto de San Juan.
—No me parece sencillo frente a todos estos pasajeros.
—Calma, el niño viaja junto a su madre, atiéndeme. Ella se encargó de sacar los diamantes de Marruecos.
—Sí, de Marruecos… Si esto es un crimen internacional, ¡qué desconfianza me das!
—Escucha. Según mis fuentes —decía mientras le sujetaba el brazo—, luego de intercambiar algún tipo de documento en las Islas Canarias, la señora y el niño se embarcaron a Portugal desde donde zarparon en dirección a Puerto Rico. Tenemos que interceptarla antes de que logren escapar para las islas Británicas a depositar los diamantes en bóvedas. Nuestro único problema es que no sabemos cuántas madres están por entrar en esta estación.
—Qué pesadilla, nos atraparán. Esto no vale la pena.
—No tanta pesadilla, averigüé algo más. El niño y su madre responderán a una clave secreta. Como es diciembre, esperan que su mediador de diamantes los salude diciendo: “Regalo de Navidad”; esa es la clave para el intercambio de la información que los hará llegar a ellos.
—Pero, ¿por qué entregarme el maletín? Alguien más puede saber de este intercambio.
—Porque eliminamos su contacto para llegar a las islas Británicas mientras salía borracho de una taberna de la ciudad amurallada de San Juan. Solo necesitas estar en el vagón con ellos y cuando apaguemos las luces se los arrebatas, los diamantes serán tuyos, digo nuestros. Toma un poco de agua, ¿o quieres una taza de café? Observa, en este maletín hay unos juguetes de madera, entra en la estación y comienza tu búsqueda. Ya sabes, caminarás junto a las madres que veas con un solo niñito y les ofreces su “regalo de Navidad”. Acércate con esa conversación a las parejas, mira sus ojos, observa sus acciones y los tendrás en tus manos. Luego solo síguelos hasta el vagón.
A las cuatro y media de la tarde Lucas ya había logrado eliminar a treinta y cinco posibles parejas de madres con su niñito, haciéndose pasar por vendedor de juguetes en la estación.
Pero el tiempo fue el único aliado que nunca pudieron sobornar.
Cuatro y cuarenta y cinco… solo quedaban dos parejas posibles de madres con sus hijos.
Caminaban juntas con la intención de abordar el coche 401. Justo en el momento de su entrada al vagón, el tren se deshizo del vapor en exceso que cargaba en sus líneas, lo que creó una intensa nube de humo blanco y espeso, que Lucas tuvo que atravesar. Enseguida se escuchó el fuerte silbato dentro de la estación. El tren comenzaba su marcha.
Lucas solo necesitaba saber cuál era la pareja correcta; anhelaba tener a su colega cerca para saber más sobre la inesperada situación. Se sujetaba del pasamanos, justo en la puerta de entrada al coche en movimiento. Miraba desesperado por última vez en dirección al andén, trataba de hacer contacto visual con cualquiera que pudiese arrojarle alguna información. Por suerte su amigo reapareció corriendo al lado de la vía.
—¡Los militares no podrán cortar la luz de este vagón! Tendrás que eliminar a la mujer espía, es solo eso… otra ladrona. Por eso entraron dos parejas de madres.
—Entonces la elimino, arrebato el maletín de la pareja contrabandista y salto a correr al vagón 400. ¿Después qué?
—Exacto, cálmate. En el 400 estarán mis hombres, ahí estarás a salvo.
—¡Espera! , hay dos niñitos iguales, y ambos sabrán la clave… ¿Y si elimino a una madre inocente? ¿De dónde sacas tanta gente para colaborar con tu plan?
—No sé, invéntate algo. ¡No puedo correr más… y explicarte detalles menos!
—Pero… ¡solo me queda una bala!… ¿y si no doy en el blanco y están armadas? ¡Estoy harto de este trabajo, siempre es el mismo horror!
Al pasar más de una hora, el tren se adentró en el túnel de Guajataca en dirección a San Juan; se escuchaban los machacones de las ruedas de metal sobre la vía, y ganaba la oscuridad dentro del vagón.
Lucas encendió un cigarrillo mientras buscaba a sus víctimas entre la poca visibilidad. Lanzaba ojeadas dobles que proyectaban una intención dudosa. Cinco minutos más tarde, le entregó un juguete de madera a cada niñito, y se retiró caminando hasta el final del coche. De pronto el pasar de una esbelta azafata le llamó la atención.
—Joven, deme un trago del ron más fuerte que tenga –dijo Lucas.
—Claro. ¿Quisiera ron de papa, ron de Ponce o ron de Yauco? El de Yauco les encanta a los oficiales del puerto…   —observó su mirada— . Me doy cuenta de que usted no sabe. ¿Vive apartado, en alguna finca o algo así? ¿En algún lugar… controlado?
—¿Por qué me interroga así? Ah, usted sabe... el más potente, ese. ¡Deme acá! –reaccionó nervioso.
La bella dama atendió sus reclamos, pero le pareció muy sospechosa la manera en que Lucas lidiaba con el ron. Ahora tendría que atender una situación que ni en sus sueños esperaba.
—Déjeme ver su identificación, soy agente de puertos encubierta –dijo mientras le mostraba su placa.
No parecía verse muy cómodo ahora parado de espaldas en la parte posterior del vagón, donde muy disimuladamente fue a parar. Retiró la única bala que cargaba su revólver y lanzó el arma fuera del coche al cruzar el puente elevado. La bala por el lado opuesto siendo muy disimulado.
Logró entablar una amena conversación con la agente secreta, quien comentó que recorría el vagón como parte de su rutina. Y gloriosamente sus documentos falsos lograron remediar su tensa situación. La mujer se retiró.
Lucas superó el acontecimiento, y al rato se encontraba sentado en un banquillo recapacitando, pensando qué habría sido de su vida si en aquel inoportuno momento su identidad verdadera lo hubiera llevado tras las rejas de un presidio.
Halaba de su cigarrillo mientras cavilaba sobre su propia existencia, anhelaba un café caribeño, miraba las estrellas y respiraba del fresco aire tropical muy esperanzado.
Nada en el mundo volvería a desenfrenar su vida en una gestión como esta.
Sin más noticias de su colega, regresó al muelle de San Juan, donde trabajó como anotador del puerto para conseguir su boleto de vuelta. En menos de una mes regresó a su patria querida.
Reunido nuevamente con su familia se mecía en su butaca favorita mientras disfrutaba de su pipa de tabaco.
—Ustedes son mis verdaderas joyas. Esta pipa y estas tostadas a la sartén hechas por mi amada esposa son los verdaderos diamantes de mi vida. Compartir con ustedes no se compara en absoluto con la infortunada estadía de un hombre en un presidio.
Esa tarde, casi a la puesta del sol, se paró en una esquina de la acera de la ciudad.
Comenzaban a encenderse los faroles de gas en las calles, y los bistrós lejanos se distinguían entre toda la neblina por sus diminutas luces. Caviló observando un pequeño carruaje donde vendían todo tipo de flores hermosas. Y se fue caminando por entre la multitud de la ciudad, cargando algún dinero de sobra y algunos juguetes de madera, decidido a repartirlos entre todos los pobres que se encontrara en esa fría noche de Navidad.

    FIN
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