Jugábamos en los columpios, comíamos pan con chocolate o bocata de salchichón para merendar, nos pasábamos media vida en la calle en invierno y en verano, sin importarnos si hacia frío o calor y reíamos y charlamos en el recreo, sentados en las gradas del patio del colegio. Rompíamos los zapatos de tanto correr, saltar y montar en bici o jugar al balón. Nuestras madres nos ponían rodilleras en los pantalones porque nos dejábamos las rodillas en la tierra de tanto caernos.
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Y eso sucedía porque no parabamos de jugar. Nos enamoramos por primera vez de compis de clase, pero no lo decíamos por vergüenza. Sólo los atrevidos lo revelaban jugando a "verdad o consecuencia".
Éramos críos y nuestros años, los que marcaba el calendario. No crecimos antes ni después, sino a nuestro tiempo.
No había redes sociales ni Internet ni móviles, pero sí gomas elásticas, la comba, el rescate, el escondite, el balón prisionero, la rayuela, las tabas, las canicas, las chapas, los Juegos Reunidos Geiper, el Monopoly, papel y lapiz para jugar al ahorcado, oso o hacer filigranas... Pero, sobre todo, teníamos mil amigos con los que jugar. Era tocar el timbre, decir "¿bajas?" y ya tenías la diversión asegurada.
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