Bus - illustrationshack.com
Mi modesta hipótesis es que la culpa se debe a las luces. Nunca hubo tantas, de tantos colores, en tantas calles. De pronto la pequeña ciudad era una réplica a escala de Nueva York -la de las películas, se entiende- con sus carteles y vitrinas que enceguecen, su neón, sus proyecciones. Hasta los más pacíficos se volvían irritables e incluso violentos. Todo funcionaba más rápido que nunca. La palabra que nombraba todo era “progreso”. Dormíamos muy poco, pero el tiempo que estábamos despiertos era lo más parecido a lo que recordábamos como sueños.
Elegí la butaca individual sobre la rueda trasera del colectivo, la más alta, la más sola. Nunca sentí especial atracción por la gente, y menos desde que trajeron las luces y comenzó a dolerme la cabeza todo el tiempo (a la hora de dormir es peor, porque no puedo conciliar el sueño sin media botella de ginebra con pastillas). Abrí al azar una página del diario y leí de forma superficial los policiales del día.
Una señora que acababa de subir se quejaba frente a la máquina. Al parecer no había impreso el ticket ni devuelto las monedas. El camionero tocó botones y maniobró contactos en silencia, aturdido por las bocinas e invocaciones a su madre de los conductores que pasaban junto a él. Impotente, se agotó y observó con cálculo el problema. Luego, lo impensado. Las patadas con brutalidad y método hasta rajar el plástico, los indicadores de la pantalla muertos y del artefacto herido, miles de monedas brotando en impresionante sangría, cubriendo todo el piso. El conductor miró con sorpresa, nosotros con temor. Pocos segundos pasaron hasta que uno de los más jovencitos, joven y audaz, empezara a guardarlas de a puñados en los bolsillos. Desde el suelo nos miró a los que estábamos quietos con reproche y desprecio, y afirmó.
-Monedas, pelotudos.
Entonces todos nos abalanzamos a la vez, abriendo camino a golpes, sin diferencias de género, clase social u opinión política. El conductor no estaba escandalizado, su cara era más bien de extrañamiento ido. Cuando no quedaban monedas que recoger pero sí moretones que inventariar, se sentó y manejó hasta finalizar el recorrido. Luego se perdió en la avenida. Uno de mis vecinos me contó ayer que lo habían despedido sin indemnización, por no haber impedido que la turba se robara el dinero de la empresa en sus narices.
No me siento culpable, porque todos lo fuimos. Nadie puede juzgarme. Con los últimos noventa centavos me compré ginebra, aunque ya no me duela la cabeza. Supongo que debo estar acostumbrándome a las luces.