El perro lo miraba fijo, como esperando algo. Era un galgo hambriento, con todos los huesos marcados en la piel. Tenía la lengua afuera y el cuerpo agitado. El hombre miró a su alrededor y cuando al fin divisó lo que buscaba, estiró el brazo, tomó una cacerola y se la arrojó con fuerza al animal.
El galgo, si bien sorprendido, se movió con velocidad esquivando el golpe. La cacerola rebotó contra el suelo, desparramó un poco de arroz y finalizó su trayectoria debajo de un sillón avejentado. Sin rencor, el animal fue por el alimento y lo devoró en menos de cinco segundos.
- Ese perro de mierda me está costando una fortuna - musitó con bronca el hombre, como brindando una excusa.
La mujer a sus espaldas, aún sobresaltada por el estruendo de la cacerola al chocar el piso, permaneció en silencio. Sabía muy bien cuando convenía abrir la boca bajo el techo de esa casa.
- Miralo, le importa un cuerno que le revolee la comida o que se la ponga en un plato. Lo único que le importa es comer. Y después, cuando lo llevo a correr, me hace quedar como un pelotudo.
El tono de voz ahora era de enojo. Se puso de pie, aunque aferrándose a la mesa, que al moverse, hizo tambalear la botella de vino casi vacía que había estado tomando hasta ese momento.
Instintivamente, al verlo erguido sobre sus piernas, el perro salió al patio. El hombre dio dos pasos y se apoyó en la heladera. Su mujer, aún a sus espaldas, permaneció callada. Sabía también lo que vendría a continuación. Y por experiencia, era consciente que no podía intervenir. Podía recordar aún el dolor de varios días de la última vez que lo había intentado.
Cuando consiguió algo de estabilidad, el hombre salió al patio y a los gritos se puso a llamar al galgo. El animal se había ido al fondo del terreno y escarbaba en la tierra. Levantaba las orejas cada vez que el hombre pronunciaba su nombre a los gritos.
El desenlace era inevitable. Como cuando en una tormenta tras el relámpago llega el trueno. En el patio, eran primero los gritos y luego el castigo. Y ella, desde la ventana, se llevaba la mano a la boca. Deseaba que el galgo le saltara al infeliz de su marido directamente a la yugular y que le clavara muy profundamente los colmillos, y que no lo soltara hasta verlo desangrarse sobre la tierra y las pocas matas de yuyos que se esparcían en el terreno. Pero esos ojos, grandes y color avellana, eran inofensivos. Ese animal no tenía una pizca de maldad. Jamás lo haría.
Quizá fue por eso, por esa certeza.
Y al mismo tiempo, por todos los anteriores.
Incluso, por ella misma. Que si bien no era todos los días, cada tanto cobraba.
O por sus futuros hijos, si es que llegaba a parir, para que al menos no nacieran de ese hombre.
Fue por todo y por esos ojos buenos, esos ojos que no juzgan, sino que esperan. Y esperan siempre lo mejor, por más que nunca llegue. Como ella, como los suyos. Quizá fue por eso.
En medio de los aullidos de dolor, cuando lo estaba azotando con una varilla, salió al patio escopeta en mano y disparó.
A veces, el estruendo llega antes que la luz.