Revista Diario

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

Publicado el 20 abril 2023 por Elcopoylarueca

LOS OJOS DEL ICONO
LA NOCHE DEL MUNDO (CAPÍTULO V)

«Y el universo reformado será el universo aterrorizado e inevitablemente, por eso mismo, aterrorizador.»

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

El triunfo de la Muerte, Bruegel el Viejo, óleo sobre tabla, 1562-1563.

En una entrada anterior, donde hago la introducción a Los ojos del icono, les prometí copiar uno de los capítulos del ensayo de José Jiménez Lozano, en concreto, el titulado La noche del mundo. Pues bien, cumplo con mi promesa y aquí se los dejo.

¿Cómo se refleja el tiempo de la Peste Negra, aparecida en 1348, en nuestra época de «pesimismo activo»?

En La noche del mundo, el autor nos desvela que la melancolía no es una sensación moderna y que el desprecio que el hombre de nuestra civilización siente por sí mismo no es circunstancial, sino consecuencia de la filosofía y de la cultura de la Muerte.

Los «señores del mundo» aprovecharon el desconcierto de una época, que estuvo sumida en guerras territoriales y religiosas y que fue víctima de una pandemia que acabó con un tercio de la población europea, para instaurar la tiranía del martirio.

Los poderes terrenales —nos dice Jiménez Lozano— encontraron en la La Muerte, con su Danza, su Ejército y su Infierno, el aliado necesario para inculcarnos un sentimiento de culpa que ha desequilibrado la balanza —en el hombre hay dos impulsos vitales: el de la vida y el de la muerte— hacia el lado oscuro de la existencia.

La moneda para alcanzar la Salvación es el dolor, aseguró la Teología, abducida por el imperio de la Muerte, que comienza su reinado en los albores del Renacimiento y que en herencia nos deja a los párrocos luteranos, cuyos hijos son los autores alemanes de la filosofía moderna. Los descendientes de esos párrocos, a su vez, nos legaron el pensamiento filosófico basado en la objetivación y en la negación de cualquier experiencia mística. 

Y así andamos, sin respuesta a la pregunta que nos hacemos todos: «¿A qué venimos a este mundo?» Sin solución a una interrogante que es trascendental para el hombre, ¿cómo damos sentido a nuestras vidas?

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

I

LA NOCHE DEL MUNDO

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

El triunfo de la Muerte (detalle), Bruegel el Viejo, óleo sobre tabla, 1562-1563.

Decía que El triunfo de la Muerte, de Bruegel, es una indecencia. Y lo es: esa asquerosa y triunfante invasión de esqueletos y esos famélicos caballos apocalípticos de color rojizo, que parecen en su escualidez las patas peludas de un gigantesco insecto o una araña devoradores, ponen fin allí a la alegría de los hombres. ¿Es tolerable?

La pobre damita que trata de frenar el avance de los ejércitos de la Muerte es abrazada traidoramente por la espalda por la Muerte misma; el caballero se dispone a desenvainar su espada creyendo que va enfrentarse a un enemigo leal; el pobre bufón se oculta como si a su vez creyera en una broma o en la cólera pasajera de unos déspotas, dos amantes no pueden o no quieren ver lo que ocurre en su entorno y siguen cantando, como niños atemorizados.

Esta pintura es obviamente una moralidad, y una moralidad atroz como son todas las moralidades; pero la peor de todas: «Tempus fugit» o «transeunt tempora et nos cum illis, et breviter», que debemos dejar así en latín como una indecencia de Marcial. O todavía algo peor: «mors per fenestras», esto es, como un asesino y salteador que entra por la ventana, en cualquier momento.

Cierta religiosidad dudosamente cristiana ha creído hacer siempre o en realidad ha hecho siempre su agosto con estas horribles advertencias. Y hasta se han montado laboratorios o talleres del miedo donde se ha fabricado una especie de Ícaro teológico como un gran pájaro o ángel negro de sombrías alas que concluye por aterrorizar a los propios fabricantes, tanto que estos acaban por segregar interpretaciones tranquilizadoras para sí mismos como nos lo muestra la ingenua historia de un canónigo boloñés que, en 1602, venía a discurrir de este modo: Dios envía a los hombres tres castigos por sus pecados, que son el hambre, la guerra y la peste, de los cuales el hambre, por terrible que sea, es el menos terrible de los tres, porque no alcanza a los clérigos, así que las gentes pueden confesarse antes de morir.

Y tampoco alcanza a los notarios, de manera que puede hacerse testamento, y, desde luego, no alcanza a los príncipes que pueden seguir sosteniendo al Estado. Todo el mundo, pues, contento: las buenas gentes se mueren tranquilas y la historia —cuestión de política y propiedades hereditarias— continúa.

Pero la Muerte, en las Danzas medievales que llevan su nombre, no tenía estas contemplaciones políticas y sociológicas, y su discurso comienza invariablemente: «Yo te digo a ti, Papa, etc.». Y pronunciando esa advertencia la vemos en 1424, en los muros del cementerio de los Inocentes de París, como antes y después en muchas otras partes.

Pero no antes de 1400 y curiosamente ni una sola representación de esa macabra danza hay en España —aunque, por ejemplo, nos encontremos a esta dama con su burlona risa y su pala de sepulturero en iglesitas como la de Cuiña, en La Coruña— frente a veintidós representaciones en Alemania, ocho en Suiza, seis en los Países Bajos, veintidós en Francia, catorce en Inglaterra y ocho en Italia del Norte. España y Portugal no conocen estas representaciones plásticas de la Danza de la Muerte, sino en algunas —raras— ilustraciones de textos literarios en torno al tema. Y no es fácil decidir las razones de esa ausencia.

Ese macabro desfile, a la vez que un sentimiento de terror ante el Imperio de la Muerte, era, para el pobre pueblo sobre todo, una especie de sarcástico exutorio del rencor o vindicta democrática: al fin todos iguales, aunque fuese en la fosa. Pero también ese cortejo sirve para burlarse de la vida y de la historia y para conjurar el miedo de la propia muerte, y esa es la razón de que los esqueletos figurantes en la Danza acaben por ser ellos mismos músicos de títeres o de fiestas populares o cortesanas, pero principalmente de aquellas.

Eso sería la expresión del mismo sentimiento que el del artista de San Quirce y de las otras burlas analo-cómicas medievales a que me he referido; y, por eso quizás, en Augsburgo, la ciudad natal de Holbein, quien no dudó en prestar su genio a esas mismas representaciones pictóricas, esas danzas o un esqueleto escapado de las mismas y asaltando a un ser humano se pintaban en las letrinas públicas o privadas.

Pero todo es más complejo todavía, y la Danza de la Muerte y la letrina quedan asociadas al inmenso desprecio del hombre por sí mismo que se cultiva en la misma piedad religiosa. Y, naturalmente, todo eso quedará asociado también a la melancolía o desesperación del «ubi sunt?»: el lacerante e íntimo reproche lírica y teológicamente expresado por la pérdida de un ser querido, como el que se revela en el lamento de El labrador de Bohemia de principios del XV.

Parece que fue compuesto por un notario y maestro de escuela, Johannes von Tepl, que perdió a su joven esposa en agosto de 1400: «Tú eres —le grita a la muerte, como un fiscal que acusa en nombre de la humanidad entera— el feroz exterminador de todas las gentes, el malvado perseguidor del mundo entero, el cruel asesino de todos los hombres… Húndete en la maldad, desaparece». Y, luego recuerda a su compañera: «Yo era su amor, ella era mi amiga… la encantadora alegría de mis ojos… era buena y pura».

Pero la Muerte es fría y, de repente, de acusada se convierte en juez, porque en alemán, además, no es «Dame Mort», sino «Herr Tod» un masculino feroz y a la vez erudito, teólogo académico y pedante, y un racionalista, además, con amplias miras políticas progresistas; y dice: «Si desde el tiempo del primer hombre que fue hecho de arcilla Nos no hubiéramos cercenado el crecimiento y la multiplicación de las gentes de la tierra, de los animales y los gusanos en los desiertos y en las zonas salvajes, de los peces lúbricos y cubiertos de escamas en las aguas; a causa de los mosquitos nadie podría existir, a causa de los lobos nadie se atrevería a salir, los seres humanos, los animales y todas las criaturas vivas se comerían entre ellas porque habría escasez de alimentos y la tierra les resultaría estrecha».

Y, luego, Herr Tod se presenta como instrumento y «criatura de Dios» y se dice trabajando para él, así que se expresa poco más o menos como Inocencio III en su «De contemptu mundi», donde encuentra que la vida del hombre no tiene ni un solo momento feliz, o como un clérigo de la época con su misoginia: la mujer es podredumbre y un saco de inmundicias.

Esta pesadilla espantosa del Imperio de la Muerte y de su Danza triunfante sobre el hombre y la historia, o «período macabro» como le llama Jean Delumeau, se extendió por espacio de doscientos cincuenta o trescientos años: un período realmente atroz, una noche para el mundo.

II

EL ÁRBOL Y EL GRILLO

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

El triunfo de la Muerte (detalle), Bruegel el Viejo, óleo sobre tabla, 1562-1563.

Pero «¿Por qué una civilización —escribe el mismo Delumeau— ha abierto, durante un cierto tiempo, las tumbas para descubrir allí los cuerpos en putrefacción? ¿Por qué se ha dejado obsesionar por las imágenes de cráneos, de tibias y de carne descompuesta y nauseabunda? La respuesta viene dada por la historia misma de Europa».

Por lo pronto, la peste de 1348 devasta el continente europeo durante cuatro años, pero también las otras epidemias, las malas cosechas y las revueltas rurales o urbanas, la Guerra de los Cien Años, el miedo al Turco y todo lo que viene después, porque, ciertamente «se olvida demasiado a causa de la sonoridad prestigiosa de la palabra Renacimiento que la peste sigue presente, que el cisma, conjurado por un momento vuelve a abrirse con la Reforma, que los campesinos alemanes se sublevan en 1525, que Francia y los Países Bajos durante la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII están devastados por las guerras de Religión, y que estas se extienden enseguida a Alemania y la arrasan de 1618 a 1648, y que la Inglaterra isabelina vivió el terror de un desembarco español.»

No tiene nada de extraño, pues, que surgiera no una generación, sino toda una oleada de poetas macabros —entre los cuales el maravilloso John Donne, que nos hiela aún el aliento con su libro Devotions y hacía que las gentes perdieran el sentido durante sus sermones sobre la muerte— y naciera un teatro de asesinatos, y ese terrible juego de simbología fúnebre en las tumbas e iglesias, y hasta en la vida diaria.

Y Delumeau, ante un cuadro como el trazado, no deja de ceder a la tentación de hacer un paralelo de ese tiempo con lo que va del siglo XX que ha acumulado tanto horror: Auschwitz y diluvios de bombas de napalm sobre el Vietnam, multiplicación de los gulags y banalización de la tortura, miedo a la bomba nuclear y peligro nuclear real hasta en su utilización no bélica, arrasamiento de la naturaleza, crecimiento inquietante de la técnica en dos vertientes específicas sobre todo: la generalización no controlada de la informática que despoja a los hombres de capacidad de decisión real, y la televisión como hipnosis conductista; manipulaciones genéticas, en fin.

Y, como resultado de esa angustia, proyección de imágenes de angustias «Mezclando el presente y un hipotético futuro, la ciencia y la ficción, nuestros temores por el porvenir y nuestra experiencia de los peligros diarios, el sadismo, el erotismo, las conquistas espaciales y una paleantología de pacotilla, multiplicamos las narraciones y los grafismos violentos, bárbaros, deshumanizadores, fragmentarios… Ayer como hoy, el miedo de la violencia se objetiva en imágenes de violencia, y el miedo a la muerte en imágenes macabras». Es el universo hecho añicos del poema de Eliot:

… porque tú sólo conoces
un montón de imágenes rotas en las que el sol sofoca,
el árbol muerto no da abrigo, el grillo no da alivio,
y la piedra seca no produce sonido de agua.

Y es el universo del arte de nuestro tiempo, dando vueltas interminables a formas y más formas, sin atreverse a ofrecer belleza a nuestros ojos. El universo del «pesimismo activo» de que ha hablado Jacques Soustelle a propósito de los aztecas o refiriéndose al hecho de que una civilización, aún siendo pesimista, puede mostrarse muy activa: el ruido, el hablar en voz alta y el trasteo del niño lleno de miedo en el cuarto oscuro. «Trabaja y no desesperes», dice E. Bloch que es el gran mensaje de nuestra civilización para apartar al hombre de mirar al abismo de destrucción y muerte.

III

ICONOS DE RUINA

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

El triunfo de la Muerte (detalle), Bruegel el Viejo, óleo sobre tabla, 1562-1563.

Millard Meiss ha dicho que la Peste Negra fue un «acontecimiento cultural», sobre todo para la pintura. De ahí nació el fresco del Camposanto de Pisa —hacia 1350—, que es el triunfo de la Muerte, narrado en la leyenda de los tres muertos y los tres vivos, y el énfasis del infierno del juicio último.

Y el mismo Meiss advierte que una pintura funeraria de la segunda mitad del siglo XIV, hecha por Giovanni del Biondo y que está en el Museo del Vaticano, presenta una escena sin precedentes en la pintura toscana: a los pies de la Virgen con el Niño, rodeados de santos, yace un cadáver devorado por gusanos y sapos. Un ermitaño le señala con un dedo, mientras un hombre y su perro reculan ante esta escena de horror. Y nos parece que la Virgen misma se taparía su rostro, si pudiera.

El cristianismo se arruina en estos iconos. Y, ciertamente, también ocurre que aparece una nueva representación plástica de Cristo: la del Juez del fin de los tiempos únicamente ocupado en maldecir y condenar, que, luego, será el Cristo mismo de la Sixtina. Y es que ese «acontecimiento cultural» de la Peste Negra de 1348 es, antes que cualquiera otra cosa, un acontecimiento teológico de primera magnitud: trastorna e infecta la fe en el Señor de la Historia y otorga el señorío del mundo a la Muerte, convierte al cristianismo en una religión de salvación, en un siniestro regateo con los poderes de Hades, y concluye preparando la muerte de Dios y la muerte misma del cristianismo del hombre.

De manera que, cuando quinientos años después llegue la crisis de la conciencia cristiana burguesa, Nietzsche o Jean Paul Richter sólo tendrán que levantar el acta de esas defunciones y entonar el «requiem aeternam Deo», con acentos dolorosos y trágicos en Richter e incluso en Nietzsche, pero luego, como un himno de liberación; mientras la Muerte es ya Señora absoluta y extiende su reino de orden técnico que asegura que no habrá ya «segunda vuelta»: las cosas son como son, y nada puede hacer que sean de otra manera. Los señores del mundo pueden dormir tranquilos: la Muerte los preserva. Y, en esos tiempos medios, lleva a su lado dos ministros que sostienen su púrpura: el Infierno y el Diablo.

IV

EL PODER DEL DIABLO

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

Cristo muerto en la tumba, Hans Holbein el Joven, óleo sobre tabla, 1521-1522.

El Diablo es entendido literalmente como actuando de modo soberano en el mundo, no en el sentido luterano de que he hablado más arriba: como señor de la estructura de iniquidad de ese mundo, sino en un aspecto material y político que es un resto de paganismo. Es decir, como antiguo poder no quebrantado en la era cristiana, que se sigue oponiendo al poder de Dios. Como se dice en el Libro de Belial.

Y las cosas van muy lejos en este sentido; muchas leyendas piadosas, recogidas por Coulton, afirman tranquilamente que Dios mismo tiene que guardarse del Diablo y que tuvo que disimular el nacimiento mismo de Cristo, haciéndole pasar por un judío cualquiera. La justa expresión dogmática no cuenta gran cosa, sino como ha visto muy bien J. Bühler, el hecho de «la libre creación y circulación de fábulas y leyendas en torno al diablo que atraía a su órbita a gentes cultas e incultas, a eclesiásticos y a laicos». Y, así, el Diablo, se convertiría en un instrumento de aterrorización por parte del poder eclesiástico y laico, y, a la vez, en un principio de coherencia y explicación metafísica pero también política del mundo tal como es y como debía ser.

«En una palabra —escribe Bühler, con toda la razón— hacíase al diablo responsable de todos o la mayor parte de los reveses naturales de la vida ascética y moral», y «para los representantes del mundo jerárquico y teocrático, que tenía su cúspide en el pontificado, los diablos eran también los culpables de todas las dificultades con que tropezaba su dominación y los que impedían, a pesar de los grandes éxitos externos, el verdadero triunfo de la Iglesia… Es él quien siembra los odios y las discordias personales, y no es raro ver a los demonios en las guerras o en los disturbios civiles», e induciendo a los delitos comunes. De modo que los hombres todos apenas serían otra cosa que «poseídos», juguetes del diablo. Pero todo es política.

El Evangelio quedaba transformado en una charca de Hades y Cristo, como dije, en un Juez de Condenaciones. «La historia europea demuestra —escribe Friedrich Heer— que la predicación del infierno está, desde muy temprano, estrechamente ligada con miedos y propósitos terrestres y políticos muy concretos».

Y esto en dos planos y dos direcciones: por parte de los poderes laicos y eclesiásticos, y por parte de los movimientos quiliásticos y apocalípticos que enarbolan la bandera del Cristo Pobre contra la Iglesia Rica, que es Babilonia y el reino del Diablo. Y desde ambos planos se proyecta el terror encendiendo hogueras —las hogueras inquisitoriales— o pasando ciudades y aldeas enteras a sangre y fuego.

El terror que se lleva dentro se proyecta hacia afuera en ambos casos, y, si la persecución contra los cátaros, valdenses, pastorcillos, tejedores o «fraticcelli» —herejes todos ellos en los que se ve la figura y la acción del Diablo— es atrocísima, tan atroz como el miedo del que son presa los inquisidores o sus amos, atrocísima fue también la acción de los Flagelantes, por ejemplo, que destrozaban su carne a latigazos y acabaron siendo una secta anárquica sembradora de muerte.

Los poderosos veían en la secuencia litúrgica del «Dies irae», que habla de un Juez que se sienta en su trono y ordena traer las listas o el libro en que está escrita la conducta de cada cual, el momento de la puesta en orden y del castigo de los que lo han transgredido; pero los miserables leían allí la hora de su venganza, del ajuste de cuentas que estarían sin saldar en el libro. Y todavía ese sentimiento se revelará en las expresiones quiliásticas de las revoluciones demagógicas y populares del siglo XX: «el gran día» o «nuestra hora» y «el día de las cuentas».

En el medioevo, esa hora de la justicia estaba ahí, cada día. Se realizaba en el instante mismo de la muerte de cada persona, pero sobre todo de la muerte de los grandes señores y prelados, como vemos en las iluminaciones de los mismos Libros de Horas y otras pinturas, en las más populares de las cuales se copiaba —para atormentar a quien acababa de morir— todo el horror mundanal: potro, estrapada, descoyuntamiento, empalamiento, fuego, despellejamiento, horca, animales repugnantes, fantasías de violación sexual: toda la cohorte, en suma, de la teratología del masoquismo.

Eran imágenes que enloquecían y degradaban: iconos de los que no sólo estaba ausente la belleza, sino en los que se humillaba la carne humana con su sometimiento al desguace infernal y a una condición de sensualidad horrible y mecánica especialmente en la descripción de las torturas del cuerpo femenino.

Se tiene la sensación de que solamente la dulzura que emana de ciertas Vírgenes románicas o góticas de grandes ojos y encantadora sonrisa, ha sostenido a los hombres de la cristiandad occidental en esa larga noche infernal.

Si un intelectual de mente bastante compleja y muy sólida, de corazón muy sensible y una personalidad llena de recursos culturales y morales para enfrentarse al mundo, el Maestro Fray Luis de León, no encuentra en su acerbo encierro inquisitorial de Valladolid otro consuelo o asidero para soportar su vida que recurrir a la figura de la Virgen en unos espléndidos versos, eso nos autoriza a pensar que igualmente sólo la dulzura de aquellos iconos medievales fue el único apoyo de las gentes sumidas en la charca infernal.

Y eso es lo que nos dicen los testimonios de la época, y lo que viene a subrayar esa dimensión esencial del arte de «quitarle al mundo exterior su fría extrañeza», según la fórmula hegeliana, y revelar el otro mundo de sueño paradisíaco, de vida sin constricciones, de reconciliación del hombre consigo mismo y con el mundo como icono modelo según el cual el mismo mundo debería ser conformado.

Porque la belleza, claro está, nunca es adormecedora y evasiva; por el contrario, trastorna el corazón y la cabeza, y, al final, el orden del mundo. Los tiranos la han entendido siempre como decadente —o, lo que es lo mismo, como elemento de decadencia de su poder— y la han odiado, incluso si la han aceptado como decoración de su gloria y tesoro de su patrimonio según el valor de consideración y mercado. Porque los tiranos no pueden entrar jamás en la morada de la belleza; y la poesía, según Simone Weil, sólo puede darse en la ausencia de los esplendores del poder, sólo se da en la pobreza u oquedad del ser, y a los señores sólo les resta el «ersatz» de la belleza: la riqueza y las preciosidades o «chinoiseries».

V

LA EXPERIENCIA DE LA MENTIRA

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

La matanza de los Inocentes, Fra Angelico, detalle del Armario de la plata del Museo San Marcos, temple sobre tabla, 1450.

Pero lo cierto es que ni siquiera esa paz y esa dulzura de las Vírgenes románicas o góticas fueron capaces de dar un giro sustancial a ese radical acontecimiento teológico y cultural que fue la Peste Negra de 1348, o ese otro suceso no menos importante en desastrosas consecuencias que fue la quema de los caballeros Templarios, el viernes 13 de octubre de 1307. Una vez destruida la Orden, el Papa se había reservado el juicio sobre los cuatro principales dignatarios de ella: Jacques de Molay, el Gran Maestre; Hugues de Piraud, Visitador de Francia; Geoffroy de Chernay, Preceptor de Normandía, y Geoffroy de Gonneville, Preceptor de Aquitania y Poitou.

El lunes, 18 de marzo, fueron arrastrados desde su prisión hasta la lonja de Notre-Dame de París para escuchar la sentencia dictada contra ellos por los Delegados Apostólicos —una Comisión papal, que presidía el Cardenal de Albano— y, allí, confesaron sus crímenes en público, sin restricción de ningún tipo.

Pero, tras una corta deliberación, declararon a seguido que persistían en ellos, de manera que fueron condenados a cadena perpetua, con lo que todo parecía haber acabado; más entonces dos de los condenados: el Gran Maestre y el Maestre de Normandía, tomaron la palabra para retractarse de sus confesiones. Este último dijo que las herejías y los crímenes que se les imputaban eran falsos y que la Regla del Temple era justa, santa y católica; pero que bien merecía la muerte y se ofrecía a ella porque el miedo y la tortura y el halago de las promesas del Papa y del Rey de Francia le habían incitado a hacer falsas confesiones. La multitud que asistía al juicio quedó estupefacta y los Cardenales Delegados Apostólicos entregaron a los dos hombres al Preboste de París.

El Rey de Francia ordenó, entonces, que fueran quemados vivos en una pequeña isla del Sena, situada entre el jardín del Palacio Real y la iglesia de los Hermanos Eremitas, y así se hizo el 13 de octubre de ese mismo año.

Un testigo presencial italiano escribió: «Tras la lectura de la sentencia, el Gran Maestre se volvió hacia el pueblo y dijo que el proceso no contenía un ápice de verdad: él mismo y sus caballeros eran buenos cristianos; era falso que hubieran confesado semejantes crímenes. A estas palabras, un sargento real le puso la mano en la boca de tal modo que no pudo hablar más.

Y se le encerró a la vez que al Comendador de Gascogne (sic) en una capilla de la que fueron sacados en seguida para ser conducidos en barca a la islita del Sena en medio de la cual se había preparado una hoguera; se les puso sobre ella y se les quemó vivos, con treinta y siete caballeros de la misma religión, los cuales, mientras pudieron hablar, gritaban en las llamas: ‘¡Los cuerpos son del rey de Francia, pero las almas son de Dios!’».

Y otro cronista, tras describirnos la misma escena, añade: «Yo me atrevo a atestiguar que, de hecho, les he reconocido como buenos cristianos». Y esto es lo que opinó, enseguida, la cristiandad entera, que quedó aterrada y, sobre todo, desmoralizada ante una tan brutal experiencia de mentira política.

Nosotros, que conocemos ya cantidades industriales de procesos inicuos y mentiras políticas, no podemos comprender del todo aquel sentimiento de horror y de desmoralización ante el hecho de que el rey de Francia y el Papa se hubieran unido en la falsedad y en la mentira y hubieran fabricado un proceso para arrebatar la vida y la hacienda a unos inocentes, pero la comprobación de que eso había sido así provocó el sentimiento atroz de como si el mundo hubiera envejecido de repente mil años y de que toda la cristiandad vivía sobre una gran mentira.

La impresión fue tan tremenda, supuso un tal golpe para la fe y la esperanza cristianas, que hasta muchas catedrales que estaban en ese momento en proceso de construcción dejaron de construirse y quedaron inconclusas como el signo de la decepción: Dios se había callado ante aquel horror y no había librado a los inocentes del brazo del Papa y del rey de Francia.

Fue una terrible experiencia religiosa, en cierto modo similar a la de Auschwitz: una experiencia fundante de ateísmo, nacido de la comprobación atroz de que la historia es de los poderosos y las aguas del Mar Rojo no se tragan a los ejércitos del Faraón, ni el ángel hiere a Herodes; de que el mundo se rige por leyes ciegas y automáticas como las de la selva.

En realidad, los grandes problemas religiosos y la suerte histórica misma de la fe cristiana —tanto en un plano colectivo como individual— no se juegan en las confrontaciones intelectuales con el pensamiento ilustrado: desde Lucrecio a las últimas puestas en cuestión del pensamiento crítico científico, sino en las noches mundanales de esa existencia colectiva y de la experiencia de lo puramente fáctico, como única realidad, por parte del «yo»

«Habet mundus iste suas noctes, et non paucas», decía Bernardo de Claraval, y la Edad Media, por ejemplo, estuvo muy trastornada por una historia como la de los Inocentes asesinados por Herodes y se hizo la pregunta de por qué el Todopoderoso, que tiene el Cosmos entero por escabel de sus pies, tuvo que ser salvado por la degollación de los niños de pecho de los alrededores de Belén.

Pero precisamente esta tremenda paradoja fue la que dio una respuesta sobre el problema del mal —la otra respuesta sería la propia muerte del Inocente en la Cruz— a decenas de generaciones que contemplaron las desgarradoras imágenes del infanticidio herodiano, una y otra vez pintadas y esculpidas en los pórticos o en los capiteles y en los muros de las iglesias.

¿Había huido Dios del mundo o lo había dejado de su mano? ¿Había realmente un Dios al que importase la historia de los hombres? ¿O, ciertamente, lo había pero sólo era el sátrapa terrible del Último Día, pura máquina ciega de condenación? ¿O no había sino «nascer y morir» en medio del vacío o la no-significatividad del mundo y de la historia, su ruido y su furia?

VI

EL SÁTRAPA DE SYRACUSA

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

Santo Entierro, Maestro de Manzanillo, óleo sobre tabla.

Era la noche, y, como queda dicho, no iba a acabar tan pronto y quizás nunca iba a acabar ya del todo.

Aunque tendría claroscuros, irrupciones o anticipaciones de algún resplandor que es, por lo demás, el arte el que se encarga de explicar más eficazmente y del modo más encantador y fascinante: ese Señor del Mundo, Pantocrátor y Juez del Último Día es también un hombre que nació en un establo, recibió la visita de unos pastores y unos astrólogos, trabajó como carpintero en su adolescencia, anduvo por los caminos, tuvo hambre y sed, calor y frío, curaba a los enfermos, no despreciaba a las prostitutas, eligió por discípulos a gente corriente que no tenían que ver nada con los señores de este mundo —las gentes se cuentan leyendas humanísimas y con frecuencia divertidas sobre los apóstoles, pero no se atreverían a contar ni la mitad de esas cosas sobre príncipes o papas y obispos o abades—, tenía misericordia y dulzura y murió en la cruz.

¿Cómo las gentes no iban a sentirse consoladas ante un Dios tan cercano? El gótico dejaba transparentar las pasiones y emociones en los rostros y en los gestos, y las formas y los colores, ya refinados y cálidos que gratificaban a los ojos, suscitaban amor y compasión, alegría y confianza.

El movimiento cisterciense o el franciscanismo trajeron luz y alegría a los tiempos oscuros; y, desde la reflexión intelectual, Tomás de Aquino apelaba a la razón aristotélica, y distinguiría, como Buenaventura o Bernardo de Claraval, Pedro Lombardo y otros, entre el temor servil a Dios y el temor filial, que sería el verdaderamente cristiano; y la razón se va desposando con la vida en la pintura misma, que se complace en imitar deliciosamente la naturaleza y en mostrarnos la belleza misma del cuerpo humano y sus signos: miradas, sonrisas, perplejidades, sueños, amores, sufrimiento, melancolía, picardías, ingenuidad.

Francisco de Asís se sentía el juglar de Dios, amaba la naturaleza y los animales, encontraba una armonía esencial en el mundo y pensaba que la historia podía ordenarse en el amor, que podría construirse como una «Carta de amor» o «Juego de amor» provenzales, o, mejor aún, según la fraternidad cristiana que, para él, tiene una dimensión cósmica.

Fue a tierra de moros, tan temidos, completamente desarmado, y convenció al Sultán: es decir, dio la prueba de cómo podría hacerse una historia nueva no asentada sobre la violencia y la mentira. Incluso ofreció la pista de cómo poner la muerte corporal al servicio del hombre, llamándola «hermana», destronando a la Señora Muerte y arrebatándola su señorío y los símbolos de este señorío: la calavera y la guadaña o el reloj, y convirtiéndola en una especie de «ancilla», portera del tránsito hacia la verdadera vida.

Y cuando a él le llegó la muerte, como si estuviese en una fiesta, pidió un dulce de almendras y leche, como a Juan de la Cruz, más tarde, se le antojarían unos espárragos en un trance semejante. Porque amaban la tierra y su dulce reino.

Pero la herida antigua seguía supurando, y, como he dicho, seguirá haciéndolo por mucho tiempo, empeorará incluso y se tornará purulenta y negra. Dios volverá a aparecer como puro terror, más cruel que el tirano Dionisio de Syracusa, que decía Erasmo: un Dios incomprensible, incognoscible e inescrutable que ha hablado únicamente para la condenación del hombre, y ha hecho una ley según la cual el hombre sólo puede ser culpable y no puede hallar sino odio ante la Divinidad.

Es el Dios terrible de Lutero y los otros reformadores con el que el hombre no puede entrar en un discurso acerca de lo justo o lo injusto, porque sólo hay justicia en su voluntad y porque es su voluntad. El hombre sólo puede mostrar los muñones de su pecado y su condenación, que es su ser mismo y lo que le constituye como hombre.

Lutero ha vivido en su infancia y juventud esa noche de la Peste, el Diablo y la Muerte, y, aunque la historiografía moderna en torno al Reformador ya no está dispuesta a admitir lo determinante del ámbito familiar y de la experiencia infantil y adolescente de sus terrores ante los iconos y las predicaciones del Juez Implacable del Último Día, realmente hubo hechos traumáticos en esa época de su vida, como la muerte de un hermano más pequeño por mal de ojo de una vecina, que, como dice Henri Strohl no pudo menos que afectar al pequeño Martín y lanzar sobre su vida una sombra de «misterio lúgubre» y de sentimiento del poder de las potencias infernales, de los que el Lutero adulto jamás lograría desembarazarse del todo.

Y no cabe duda alguna de que su decisión de entrar en el convento fue tomada para mantener la promesa hecha a Dios ante el temor de morir fulminado por un rayo en el que vio «la llamada solemne de Dios» para comparecer ante él como «Juez Terrible», y sentimientos parecidos afloran en él, cuando la peste se ceba en su entorno, llevándose incluso a dos de sus hermanos, estando ya él en el convento.

Y, es ahí, donde, al fin, va a tener su experiencia decisiva a la vez intelectual y existencial que va a marcar su pensamiento y su vida también en conexión con la imagen del «Dios Terrible», como él mismo le escribiría a Jeronymus Weller, en 1530: «Yo no creía en Cristo, sino que le tomaba por un juez severo y terrible, tal y como se le pinta sentado sobre la bóveda del mundo… Los cabellos se erizaban en mi cabeza, cuando pensaba en el último Juicio».

Pero, si miraba al Cristo crucificado y muerto, su conciencia de culpabilidad gritaba dentro de él mismo hasta ahogarle. Sería liberado por el hallazgo de la «sola fides» o fe-confianza en ese Cristo, pero no se le ahorraron nunca terribles momentos de agonía. «Yo mismo he visto —cuenta Melanchton— cómo ese terror se apoderaba de él en el transcurso de una discusión teológica. Salía de la habitación y se echaba en una cama de una cámara de al lado, y, mientras invocaba el nombre de Dios, no hacía sino repetir esa frase: ‘Dios ha encerrado a todos los hombres en la rebelión para mostrar su misericordia a todos’».

VII

LA FE CONTRA LA VIDA

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

Anunciación (Altar de Isenheim, Colmar), Matthias Grünnewald, h. 1512-1516.

Muchos ojos y muchos corazones cristianos experimentaron realmente el peso y el acoso de estos dos tipos de iconos, extraordinariamente serios, que fueron la expresión de una de las más profundas crisis de la conciencia y de la historia humana —el apuramiento del «yo» y de la subjetividad hasta su límite mismo, y el sentimiento más acerbo de la culpa y del miedo—: el icono del Juez Implacable sentado en el trono del cosmos y con el libro de la historia y de la arquitectura del mundo en la mano, y el icono no menos terrible del Cristo colgado de la cruz, como un guiñapo ridículo y purulento, o muerto en los brazos de su madre o abandonado en el sepulcro, pero puro cadáver y el cadáver de Dios en ambos casos.

Son iconos que están por todas partes y llegan a imprimirse en el corazón. En los artísticamente más altos, el artista mismo parece haber pasado por la oscura noche, el desespero o el lacerante dolor que pinta, por la terrible pesadilla del Juicio; pero, en cualquier caso, ha desposado todo eso genialmente y la belleza alcanzada ha provocado desastres en los adentros de quienes los miran: el Cristo muerto, de Holbein, por ejemplo, ante el que Dostoiesvski perdió el sentido y se desmayó, porque comprendió ante él la devastadora seriedad de la muerte de Dios en la cultura moderna; o la Crucifixión, de Fernando Gallego que está en El Prado y nos muestra una naturaleza mineralizada —como una rigidez cósmica— que rodea la escena y participa en su desastre; el Cristo muerto de la tabla de Manzanillo o el que está en El Ermitage, que es del mismo pintor y es un cadáver que pesa como el mundo entero y ante el que el dolor desfigura los rostros y el ser de los que asisten al entierro.

Y tantas y tantas imágenes de La Piedad: atroz inercia de muerte —y a veces casi olor— en la carne de Cristo, y ojos enrojecidos, hermosísimos rostros devastados. Como en los iconos de tantos Calvarios.

¿Qué piensan la Virgen y el apóstol Juan? ¿Qué pueden pensar? Pero a veces es muy claro, y, en el Libro de Horas del Duque de Rohan, el apóstol se enfrenta a Dios para increparle por la muerte y el abandono de Cristo. Sólo el gótico estetizante y el estilo internacional —demasiado católicos, convencionales y cortesanos— representarán esas escenas objetivándolas en el puro formalismo: decoración casi, aunque espléndida, o puro «arte religioso» ya. Es decir, ilustrativo o catequético.

Pero el mundo de la Reforma, la cruz desnuda o los Cristos clavados en ella o no, espantosos de mirar para quienes se sienten culpables —el Cristo sentado, de Durero, o la Crucifixión, de Mathias Grünnewald, que está en Colmar— llevarán a puro desespero.

Y puede decirse que, mientras el proceso de la conciencia y del arte en el universo católico se resumen en el descubrimiento de que el Juez Implacable del Último Día es el hombre de Nazareth, como queda dicho, el proceso de la conciencia reformada es el inverso, en cierto sentido: ese Hombre colgado entre criminales y contado como uno de ellos, ofrecido a la irrisión mundana y a todos los aplastamientos, es el Juez Terrible del Día de la Ira. Y el universo reformado será el universo aterrorizado e inevitablemente, por eso mismo, aterrorizador.

El «soli Deo gloria» de Calvino es traducido, al igual que el «not man but the Christ is the King», de Cronwell, en terror, puritanismo y sangre. Y en las primeras décadas del luteranismo, prácticamente casi hasta el triunfo pleno del pietismo protestante, los inspectores o superintendentes de las Iglesias levantan acta del gran número de Pastores que han desesperado de su salvación y de la historia, y se han quitado la vida. Una vida que, de todos modos, se seguía manifestando en oposición a la fe, porque esta aparece ciertamente como su negación, el cercenamiento del vivir. Así, hasta Kierkegaard, que nos confiesa que no ha vivido y no ha podido vivir por culpa del cristianismo.

«Humanamente hablando —escribe— puedo decir que mi desgracia es que yo he tenido una educación cristiana demasiado severa. Desde niño he estado en poder de una melancolía original. Si yo hubiera sido educado de un modo más normal, es claro que no he hubiera transformado en alguien tan melancólico».

El pequeño Sören tenía seis años cuando la muerte se llevó a uno de sus hermanos, y todos los demás irían muriendo, uno tras otro, siendo preservados solamente él y su hermano mayor, Peter Christian.

Pero él era un niño enclenque y el padre temía por su vida, de manera que se puede decir que durante su niñez le estuvo preparando para el Juicio del Más Allá y no para la vida, y le inculcó al niño una fe terrible, en el temor y el temblor ante el icono del Cristo crucificado que le presentaba cada día: «Ha muerto para ti», y en la aceptación de la iniquidad del mundo: «Fui educado severamente desde la infancia —dice— en la consideración de que la verdad debe soportar el sufrimiento, ser ultrajada e insultada… Aprendí que la mentira, la bajeza y la injusticia dominan el mundo» y triunfaron sobre Cristo: el Juez.

«Lutero —escribe F. Heer—, apolítico e individualista de pies a cabeza, no podía desarrollar ninguna técnica de terror»; incluso si el terror hace estragos de todos modos en el puritanismo sexual y en la persecución y quema de brujas, que es en buena parte la proyección de una espantosa misoginia como está teorizado con la mayor pedantería del mundo en el Malleus maleficarum y nos ha narrado tan prodigiosamente Carl Dreyer en su película Dies irae.

«El terror luterano es, incluso en el siglo XX un terror individual, personal del hijo humano ante el terrible Dios Padre. Los hijos de los Pastores que a partir del siglo XVI ya dejaron la casa paterna y que, conformados por esta y al mismo tiempo en amarga oposición contra el espantosamente autoritario Dios Padre y padre humano que se les había predicado y había vivido con sus padres, se convirtieron en los creadores de la filosofía alemana, reflejan todos ellos aún, a su manera, la experiencia original de Lutero con Dios Padre y con el propio padre autoritario».

Y así es exactamente. Tal podría ser el caso de un confesado odio al cristianismo como el del cineasta sueco Ingmar Bergman que podría tener su origen, igualmente confesado de un modo lúcido, en un complejo digamos que «edipiano» o de rebelión contra su padre, un Pastor de la Iglesia luterana de Suecia.

Pero es que la gran tragedia entera de la crisis de la conciencia burguesa cristiana que va de Hegel a Nietzsche, que es quien levanta el acta de la muerte de Dios por boca del loco que la pregona en el mercado de la ciudad, se ha jugado en la casa de Layos de los presbiterios luteranos alemanes: juego de sentimientos de amor-odio al padre, Pastor de la Iglesia, y asfixia de la vida quizás expresada en el otro juego de amor-odio-posesión-rechazo de la madre y la hermana.

La gran catástrofe en la vida de Nietzsche fue la muerte de su padre, cuando él tenía cuatro años, el 27 de julio de 1849. «El 2 de agosto —escribe él mismo— fueron confiados al seno de la tierra los restos mortales de mi querido padre. La congregación había encargado la excavación de la tumba. A la una de la tarde comenzó la ceremonia con el sonar de todas las campanas. ¡Oh! su apesadumbrado sonido nunca saldrá de mis oídos, nunca olvidaré la fúnebre melodía del himno «Jesús, en ti confío». Y así fue.

Nietzsche acabó por acusar a su adorado padre muerto, el representante del cristianismo más cercano a él, de haber sido el gran responsable de todos sus sufrimientos, y al cristianismo de haber asesinado a su padre. Trata de arreglar cuentas con el padre y el abuelo y todos los otros antecesores suyos tanto paternos como maternos que han sido Pastores de la Iglesia, y necesita asesinarlos para vivir.

Dice en La genealogía de la moral que todos los sacerdotes están enfermos y neurasténicos, y, en el Anticristo, contempla su propia sangre «inficionada» como la de Edipo: «La filosofía —escribe— está corrompida por sangre de teólogos. El párroco protestante es el párroco de la filosofía alemana, pues párrocos protestantes habían sido, por supuesto, el padre y los abuelos para su propia filosofía».

Y se queja, de nuevo en La genealogía de la moral de que «no tengo ni un solo recuerdo agradable de mi infancia, ni de mi juventud», de lo que tienen la culpa evidentemente el padre y lo que el padre representaba: el olor de muerte y la debilidad del cristianismo, a lo que él oponía la vida y los valores de la vida y el deseo de poder. Era como si, de repente —él y los otros—, hubieran comido el fruto del árbol del conocimiento o forzado las puertas del Paraíso; y, en las primeras etapas de su locura, sus delirios y canciones nos dice Overbeck que quedan interrumpidos por algunas observaciones «sobre sí mismo como el sucesor de Dios muerto, todo ello punteado, por así decirlo, al piano».

En toda esta tragedia moderna de la muerte de Dios —porque aparece como lo opuesto a la vida— sólo Kierkegaard estaría dispuesto a elegir contra la vida, incluso si esa antinomia fuese verdadera, exactamente como Dostoievski afirmó que él elegiría a Cristo si fuera irreconciliable con la verdad.

Y quizás entre los descendientes de «los párrocos de la filosofía alemana» que decidieron la historia intelectual del Occidente moderno sólo Hegel ha escuchado las campanas de Pascua que llegan desde una iglesia aldeana, una mañana de primavera, como el hecho cultural más importante en la historia del Espíritu después de la muerte del Viernes Santo, porque es la afirmación ya realizada de que la historia tiene un sentido, y puede esperarse en ella.

En el universo cultural católico, las cosas se juegan más bien a nivel político, porque el optimismo católico permite el sumergirse en la historia hasta los codos y confiar en ella. Y, como dije más arriba, son los iconos de la Virgen o en los que ésta figura los que seguramente salvan del desespero.

La tragedia y el acerbo dolor común de madre e hijo representados en las Pietá o los virginales iconos de la Virgen y su «asexualidad» evitan a ese universo cultural católico todas las complicaciones edipianas, todo el horror de la casa de Layo y de la lucha contra la imagen del Padre dominante, justiciero y mortal.

Y quienes manejaban el cepo y la estrapada inquisitoriales, tenían que cubrir con un paño esos rostros de las Vírgenes románicas y góticas para poder ejercitar su canónica indecencia, como los ángeles que en la pintura entran en el aposento para anunciar su mensaje a esa muchacha hebrea parecen todos ellos mostrar un gesto de dubitación, detenidos a la vez por el misterio y la belleza. Así en la maravillosa Anunciación de Mathías Grünnewald, uno de los iconos más hermosos e inquietantes de todos los tiempos. Es la pura vida y la pura alegría.

Los ojos del icono: Noche del mundo (José Jiménez Lozano).

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