Cuarta entrega de la saga del Gringo y la lucecita, una colaboración literaria con el Sr. MX y publicada también en su blog cuento * chino. ¡No se lo pierdan!
< La última estación | Continuará el 19/06
Antes de que el gallo cantara, Barzola ya tenía un ojo abierto. Se levantó tranquilo después de un buen descanso. El sueño de los justos, le gustaba decir. Miró por la ventana y a un costado del galpón distinguió a los dos chuchos que todavía dormían a pata suelta. Llenó el mate y salió sigilosamente por la puerta del frente para descubrir con alegría las astillas espejadas que el sereno había depositado sobre el pasto durante la noche. Sin acusar mella alguna en sus rituales cotidianos, y a pesar de los sucesos trágicos que lo habían tenido de protagonista dos noches antes, le puso luz un a cigarro armado y clavó una mirada serena en la línea infinita del horizonte pampeano.
Los hábitos de Barzola no conocían de domingos ni de fiestas de guardar. Su trabajo era su vida, y su vida era un tronco que flotaba a media agua en la jangada. Sabía que los patrones aprobaban de buen gusto su estilo para manejar la peonada, seco y tenaz como el pampero, y también que los de abajo no perdían oportunidad para cuchichear sus odios contenidos en cada descanso. En la disciplina y el despojo había logrado el temple campero de sus ancestros. Hasta donde podía llegarse con la memoria, todos los Barzola habían sido iguales, unos cueros resecos al sol. Con la ansiedad del que espera arrojó al pasto el cigarro a medio fumar. Las tareas se habían atrasado y necesitaba poner en marcha el día porque la urgencia de lo pendiente le urticaba la piel. Con todo, se sentía aliviado de no haberle visto las caras a los peones por veinticuatro horas. No es que le dieran demasiados problemas, pero el trato constante con ellos, o al menos con algunos, lo terminaba fastidiando.
Por más que aún no había amanecido, en la casa de los peones se veía luz, y hacia allí dirigió sus pasos Barzola. Seguro de no haber sido visto ni oído, el capataz decidió no entrar. Amén de no querer incomodar con su presencia, pensó que quizás podía averiguar qué se andaba diciendo de él, y por sobre todas las cosas, quién. Con los perros echados a sus pies cual sombras mudas, Barzola pegó su oído de tísico a la ventana del fondo y escuchó por igual injusticias y verdades sobrevolando la llama azul del calentador a kerosene. La mayoría mateaba sin abrir la boca, como si lo presintieran ahí fuera. La voz del uña ‘i gato, un retacón forzudo con cara de diablo, terciaba en la charla. Más tarde lo enviaría con el tape Ensina a los lotes bajos contra el río, donde estaban las vaquillonas. Varios alambrados se habían caído y el uña ‘i gato se llevaba bien con los torniquetes. Los dos eran perros leales. También reconoció a Juan Gauna susurrando pestes, y algo se le retorció en el triperío. No bien el sol despuntase lo mandaría al lote de los toros, a medirles el perímetro de las bolas con un piolín. Con un poco de suerte, los angus lo liberarían del mierda ese de Gauna. Otros más hablaron de él… Rafael Benítez, el esqueleto Borghesi y el Zurdo. Como entre espasmos, el mate iba pasando de mano en mano a la espera del gallo remolón. El cielo apenas salpicado de nubes mostrábase ya rojizo cuando Barzola tragó la hiel de su saliva y se aprestó a entrar. Ya alguna vez en el pasado, en una charla de hombres con su propio hermano había fijado firmemente su posición acerca de cómo manejar estas cuestiones.
- “No es que sean malos…”, le había explicado Barzola a su hermano Armando, “…pero tampoco son necesariamente buenos. Lo que pasa es que para hacer este trabajo se necesita un carácter especial. Acá tenés que ser de lapacho, no cualquier clavo le entra a esa madera. El campo es duro, Armando. Vos me dirás que todo trabajo es así, pero yo te digo que no. Acá yo he visto mancarse al más valiente, y también he visto llorar como una mujer despechada a hombres que parecían no temerle a nada. He visto pasar por esta pampa muchas más caras de las que te imaginás, que se esfumaron como sombras y nunca más volvieron; todo por no tener el carácter necesario. De eso te hablo. Yo me pasé ocho años rompiéndome el lomo antes de ser capataz…y nunca me achiqué. Y ahora le doy para adelante como un buey, ¿Qué te pensás, que ahora me rasco en el palenque? ¿Que trabajo menos que antes? ¿Que me agarró el mal del ombú? No señor, al contrario, no te imaginás lo difícil que es manejar a esta manga de piojosos.”
- “Acabás de decirme que no eran malos…” repuso Armando, que era el único farmacéutico del pueblo y que a gatas si salía alguna vez de esa infame zona urbana. Tras el mostrador era capaz de mentir cuánto sabía de asuntos camperos, pero no frente a su hermano.
- “No, no son malos… Pero una cosa no quita la otra. Los llamo piojosos en otro sentido. Es que a veces me dan un poco de lástima”, dijo el capataz sincerando la voz y encendiendo un breve cigarro. “Son piojosos porque están infectados, Armando. Y lo peor es que no lo saben. Están infectados con el virus de la ignorancia, y la ignorancia te deja a pata de todo.”
- “¿Y vos los curás de esa ignorancia?”, preguntó el farmacéutico un poco aburrido.
- “No, yo no los curo.” Barzola hizo una pausa larga y miró por la ventana a una matita de pasto que pasaba empujada por el viento de la tarde. “Yo los amanso y los entreno.”
Para devolverle el mate al cebador de turno, el sordo Verenito tuvo que estirarse por sobre la calavera de vaca que con sus cuernos oficiaba de banquito matero. Nadie abrió la boca acerca de esa ausencia, simplemente obraron como siempre, callar e ignorar. Un silencio obtuso inundaba la casa cuando el gallo cantó y Barzola ingresó con su cara de pocos amigos para asignarle a cada uno su tarea del día. Apenas si saludó. De manera más o menos inmediata todos salieron al campo. Sólo quedó Barzola, solo con sus pensamientos. Allí parado con las botas en el verdín parecía estar viendo a su hija en la casa del pueblo. Ella dormía desentendida del mundo y de todo lo malo que estaba por llegar. Desarmadas las trenzas, la cabeza de la Lucecita era una maraña renegrida y compleja sobre la almohada, y las frazadas amarillas copiaban como arcilla las formas redondas de su cuerpo. Agustín Barzola pensaba con amor a su hija mientras en su cabeza rebotaban como pelotas una cantidad de preguntas siniestras. ¿En qué momento su vida cayó por el barranco? ¿Fue por su falta de fe que el Diablo taimado pudo nublarle el entendimiento? No tenía ninguna respuesta, pero de algo estaba seguro: en sólo dos días la vida se le había puesto de culo como una taba mal tirada.
El ruido de un caminar pesado por el camino de acceso al casco sacó al capataz de sus meditaciones. No tuvo necesidad de mirar quién era, simplemente esperó el momento justo para darse media vuelta y tenderle una diestra acalorada. Las palabras también parecían estar de más, y ese apretón de manos todo lo decía. Desde hacía dos días Barzola había contraído una gran deuda con él y, por fortuna, aún ignoraba cómo iba a terminar de pagarla.
- “Sólo una cosa…”, dijo Barzola en voz muy baja y señalando hacia el piso con la vista. “Límpiese ya mismo la sangre de esa bota.”
Sorprendido, el Gringo agradeció secamente y prosiguió su camino rumbo a la tarea que le fuera asignada y que le tomaría el resto del día.
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