Llegaron como un regalo inesperado, cuando todavía la tristeza no había cubierto todo el país y no se podía recorrer Twitter saltando de ERE en ERE, cuando la poesía aún no era imprescindible. Entraban en el buzón al rayar el alba, demasiado tarde para ser la felicitación automática del robot de un banco, demasiado pronto para no pensar en un madrugón de prosa. Estaban allí nada más abrir el correo, todos los lunes, con una fidelidad no siempre correspondida, versos que casi siempre comenzaban con certezas.
Como:
“Es ahora la hora. Y qué más da.
Sea a quien sea sal y abre la puerta“
“De mí haré una estatua ecuestre“
“Si quieres comprender un poco más,
“Soñar tiene su precio y lo pagamos“
El último llegó ayer, a las 7:48 de la mañana, una hora más tarde de lo habitual – ¿cambió el horario de trabajo? o ¿te quedaste dormida, quizá? -. Siempre llegan con una palabra como título: tributos, sucesos, subterfugios, identidades, rotondas, allende… a veces dos, tres o incluso cuatro, los días en los que el laconismo sufre una derrota fugaz. Siempre, detrás de la certeza sintética, viene una historia, muchas veces contada por un poeta de apellido: Alonso, Marzal, Rodríguez, Maillard, Segovia, Grande…
No siempre, sólo muy de tarde en tarde, contada por ti. Como:
‘Todo en orden‘
Hacia el Norte,
el humo y la nostalgia.
Hacia al Este,
la práctica y la fe.
Hacia el Sur
los viejos mapas y un café.
A la izquierda,
nuestras grandes pretensiones.
Yo, que soy un pésimo lector de poesía, me conmoví el día que despediste a un amigo con estos versos de Cernuda: “Para no ser ya más que memoria de luz”. Y sentí la gran suerte que él había tenido al conocerte. Por eso creo que te debía esta entrada hace mucho, mucho tiempo. Para contar a los que no encuentran tus versos en el buzón que acabas de publicar tu segundo poemario, ‘Medidas cautelares’. Para darte, Anay Sala, todas las gracias que te debo desde aquel día que descubrí en mi correo los poemas que hacen mis lunes más fáciles.