Hace un año era difícil imaginar una Birmania como la que ocupa ahora muchas portadas de periódicos. A pesar de que la Junta militar acababa de ser disuelta y que un nuevo gobierno civil había tomado el poder, el país seguía bajo las mismas reglas dictatoriales que la habían regido durante casi 50 años. No en vano, ese nuevo gobierno estaba principalmente formado por antiguos generales que habían cambiado el traje militar por el tradicional longyi (una especie de pañuelo-falda que llevan la mayoría de los hombres en Birmania). El nuevo presidente, Thein Sein, sorprendió a todos con un ambicioso programa de reformas que ha aligerado la censura, permitido las protestas y organizado unas elecciones parciales en las que el partido de la oposición, la Liga Nacional para la Democracia, arrasó en los pocos distritos que estaban en juego. A esos comicios, siguió una poderosa imagen, la de la premio Nóbel de la Paz y líder de la LND, Aung San Suu Kyi, tomando posesión de su escaño de parlamentario tras 15 años de arresto domiciliario.
Durante los últimos meses, los elogios a las reformas birmanas han procedido de prácticamente todas las regiones y sectores. El codiciado premio no se ha hecho esperar y tanto la Unión Europea como Estados Unidos han suspendido, aunque no retirado definitivamente, la mayor parte de las sanciones que comenzaron a ser impuestas tras la matanza de estudiantes en 1988. Esas sanciones prohibían la inversión, la ayuda humanitaria o la importación de productos fabricados dentro del país. Con tales restricciones, Birmania se volcó en sus vecinos, especialmente China, y su economía se centró en la extracción de sus abundantes recursos naturales, sobre todo gas, gemas, madera y opio.
El levantamiento de las sanciones hacia Myanmar, nombre oficial del país desde 1989, incrementará la explotación de estos recursos, pero permitirá además aprovechar uno de los grandes recursos del país: su numerosa obra de mano barata. Nuevas fábricas ya empiezan a ser instaladas y los proyectos arañan el bien más preciado de la mayor parte de los birmanos: la tierra.
La propiedad de la tierra ha sido un concepto etéreo en Birmania desde los años 60, cuando el gobierno socialista de Ne Win la nacionalizó. En los años 90, la economía se privatizó, pero el régimen de la tierra no fue regulado. En la actualidad, la mayor parte de la tierra aún pertenece al Estado y los propietarios privados pueden arrendarla en contratos de concesión por periodos de 90, 60 ó 30 años. Eso incluye los terrenos de pequeños agricultores, aproximadamente un 70 por ciento de la población, que sobreviven plantando arroz y otras frutas y vegetales.
Según Su Su Nwey, una conocida disidente que ha organizado recientemente el Movimiento por los Agricultores, una organización de apoyo rural, las expropiaciones se están convirtiendo en un problema creciente. “No hay números concretos, pero se están aprobando proyectos que desplazan a los agricultores y no les dan compensaciones”, afirma. Uno de los principales desahucios se anunció hace unas semanas en el distrito de Sagaing, en el que tres poblaciones enteras han recibido un aviso para abandonar sus hogares que serán engullidos por una enorme mina de cobre controlada por el gobierno y compañías chinas, según The Irrawaddy, un periódico disidente de referencia sobre el país asiático.
Las expropiaciones no son un fenónemo nuevo en Birmania. Durante años, los aldeanos han sido desahuciados para dar paso a grandes proyectos como presas, puertos o minas. Sin embargo, la férrea dictadura ahogaba sus protestas. “Hay un cambio positivo y es que ahora los agricultores se pueden comunicar unos con otros y compartir sus problemas. Ya no están tan expuestos a la presión del gobierno”, asegura Su Su Nwey.
Las duras condiciones de las fábricas en Birmania
Pero la entrada de capital extranjero ya ha comenzado a aumentar la presión para utilizar la tierra para objetivos más rentables. Los nuevos negocios traerán sin duda, nuevos empleos, pero algunos temen que las condiciones que existen en las actuales fábricas se reproduzcan a gran escala y que los agricultores, una vez sin tierras, se conviertan en mano de obra de poco valor. Eso es lo que ha ocurrido en Shwe Pyi Tha, un distrito cercano a Rangún, donde se ha instalado un buen número de fábricas para las que trabajan unas 100.000 personas.
Ko Myint Soe, un profesor que lucha por mejorar las condiciones laborales de las fábricas en el distrito, analiza los datos de una de las hojas de pago. Los trabajadores cobran unos 250 kyats (25 céntimos de euro) por una jornada de 8 horas a las que se añaden hasta 8 horas adicionales diarias a unos 70 kyats por hora (7 céntimos). Al final pueden llegar a ganar 96 euros mensuales si trabajan unas 100 horas semanales (sólo descansan media jornada el domingo) gracias a los complementos por asistencia que casi siempre superan al salario y que aseguran que los trabajadores no faltarán a sus puestos ni un solo día bajo amenaza de perderlos. “Algunos al final casi no pueden ni andar, porque se pasan el día sentados en el suelo trabajando”, afirma el profesor.
Ko Myint Soe piensa, sin embargo, que la inversión internacional pueden presionar al gobierno para que haga cumplir la legislación laboral y mejore las condiciones de los trabajadores. Su Su Nwey también ve una pequeña esperanza, aunque se muestra más escéptica. “Aún es pronto para saberlo, puede ser positivo pero también muy negativo. Habrá que esperar para saberlo”.
Visto en Carro de combate, vía El mundo desencajado.