Alaska, 20 de diciembre de 2012,
He oído a mi padre explicar más de una vez que en la barraca donde vivíamos se estaba estupendo y que tenía mucho terreno para jugar. Oyéndolo, uno podría pensar que vivíamos en un chalé, y no en una casa leve como una hoja de papel. La memoria suaviza los recuerdos, los transforma y a veces los traiciona. Pero no creo que sea solo eso. La verdad, aunque sea una, puede ser poliédrica. Tragicómica. Nuestra barraca era las regatas que debían hacerse a la intemperie, en los días de lluvia, cuando las aguas del barranco amenazaban con inundarlo todo. Era un lavabo construido clandestinamente, una noche, porque ellos, los que mandaban, te dejaban vivir, no construir. Pero también era un lugar espacioso a la puerta de casa en plena Barcelona, una explanada, un lugar donde los niños jugábamos a fútbol, al bote o al escondite sin temor a ser atropellados. La pragmática de mis padres y su sentido común hicieron lo demás y convirtieron aquella casa que ya no existe en un maravilloso lugar para los seis. Era, en realidad, el mismo pragmatismo con el que nos explicaban que los juguetes, los reyes, los compraban los padres (de hecho, uno de los momentos felices era ir a comprarlos, un día antes) pero que eran los mismísimos reyes magos los que los llevaban a casa. Conservábamos la ilusión de los reyes como carteros mágicos, pero no nos amargábamos pensando porque el gilipollas del Javi, del piso de al lado (para mí, cualquiera que viviera en un piso, era rico) tenía los juegos reunidos geyper, y yo un madelman, cuando yo había sido el niño más bueno del mundo y el otro, pues eso, un gilipollas.
Solo puedo decir que fui absolutamente feliz en aquel barrio del Carmelo. Difícil recuperar la mirada del niño que fui sin traicionarla. Solo como adulto sé que aquellos tiempos eran los de una España cadáver. Pero mientras, me divertía de lo lindo, matando lagartijas y ratas (a los gatos, yo al menos, los respete siempre). Nuestra relación con los animales era tan bestial, y nuestra ética tan callejera, que huíamos de la única mujer que se atrevía a regañarnos al grito de “¡que viene la protectora!”.
Mi padre está sentado en su cama, llorando. Creo que con las manos en la cara, mientras mi madre, acuclillada, lo abraza. Él sostiene un papel en su mano.. Creo que en ese momento estamos los cuatro mirándolos, desde la puerta de la habitación, pero no podría jurarlo.. Tengo diez años y es la primera vez que veo a mi padre llorar. De hecho es la única vez que le he visto llorar en toda mi vida. Acaban de concederle un piso en Ciudad Badía. Un piso. Podríamos tener todo el espacio del mundo en el Carmelo para jugar, pero mis padres sabían lo que aquello significaba. Un piso. El final de una vida de habitaciones de realquilados, de penosidades, de regatas y lavabos construidos a la luz de la luna.
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