Mientras sus hermanos disfrutaban del mar, de la tabla de surfear o hacían partidos de fútbol playero con otros chicos, Horacio se dedicaba a estudiar de cerca los despojos que el agua traía de vaya a saber uno dónde.
Y justamente, su misión era reconstruir la historia del objeto o residuo que encontraba mientras se paseaba de una punta a la otra de la playa, ajeno totalmente al clima festivo de vacaciones que se respiraba alrededor.
Descubrir en la arena mojada un pedazo de caña de pescar representaba, por ejemplo, la sensación de rescatar del agua el derrotero de la misma, aparejada de cientos de aventuras, en manos desconocidas, que de un día para otro la arrojaron por inservible o bien, fueron víctimas del descaro del mar, que la arrebató sin piedad alguna.
Horacio podía sentarse en la arena y pasar horas con el objeto, dejando viajar su imaginación hacia confines remotos, desde los que traía una a una las piezas de un rompecabezas tan inverosímil como mágico y detallista. Era así que la caña se convertía en la pieza de batalla de un marinero francés perdido en el medio del oceáno, cuyo último recurso era alimentarse de los peces que pudiera robarle al embrabecido Poseidón. Hasta que una noche sin estrellas, en la infinita e impenetable oscuridad de la soledad, un tiburón despiadado atacó la barca en la que se mantenía a flote, destrozando todo a su paso, incluido el francés y claro, la caña de pescar. Lo que había quedado de ella, estaba ahora en sus manos.
Su viaje imaginario terminaba ocasionalmente con el llamado a merendar de su madre o bien, cuando el atardecer anunciaba con la brisa fresca que solía acompañarlo, que era hora de regresar junto a su familia al hotel cuatro estrellas que su padre había conseguido en oferta, en una página de internet, hito que parecía ser la gran cosa, porque lo repetía a cada instante.
Una mañana descubrió la bolsa de tela con la que viajaba envuelto un antiguo talisman en un pesquero coreano, otro día una cola para el pelo que había utilizado una joven muy bonita en el momento que su novio le proponía matrimonio mientras parodiaban la famosa escena de Titanic en las barandillas de acero de un lujoso crucero, justo en el momento antes de impactar contra una roca. La tarde de su descubrimiento más importante, usaba la malla roja que tanto le gustaba, porque tenía unos vivos amarillos y naranjas, que hacían parecer que se estaba prendiendo fuego.
Aún faltaba para la hora de irse, pero hacía un buen rato que había merendado. Y a pesar de la negativa de su madre, se había tomado un helado. Tendría que haberle hecho caso, porque después le dolía el estómago. Pero eso no fue factor suficiente para interrumpir la búsqueda en la playa, con el mar mojándole los pies.
Había dejado pasar dos caracoles, porque no le despertaban mayor interés, aunque uno era muy bonito y habría quedado bien en la mesita de luz en la habitación que compartía con su hermano más pequeño. Pensaba en la posibilidad de volver para juntarlo, cuando vio el reloj sobre la arena. No era de los modernos, que tienen miles de agujas y también la pantallita de cuarzo. Estaba lleno de arena, oxidado en sus bordes y tenía grabado un nombre detrás del vidrio: Horacio.
Leer su propio nombre lo sobresaltó. Inmediatamente su imaginación recorrió miles de kilómetros y lo situó a él mismo en una isla perdida en el Atlántico. Era una isla diminuta, que seguramente no figuraba en ningún mapa. Se veía algunos años más grande, muy flaco, demacrado, con grandes ojeras en el rostro. El cabello largo y desaliñado, como los integrantes de los grupos de música que escuchaba su hermano mayor. A su alrededor había restos de una fogata y espinas de pescados. Muchas espinas. De repente, un enorme barco apareció en el vasto horizonte que dominaba la escena. Era un barco de grandes chimeneas. Entonces, en su afán de ser rescatado, agitó sus brazos y gritó fuerte, muy fuerte. Pero el barco estaba a cientos de metros y jamás viró en dirección a la isla. Fue tal la desperación, que cayó abatido en la playa y el mar, que a veces arrulla y otras embiste, a los pocos minutos le arrebató el reloj, que de tan holgado que le quedaba, se escurrió como si nada.
Horacio soltó el reloj, que al caer en la arena se hundió un par de centímetros. Sin perderlo de vista, se fue alejando, caminando de espalda. La respiración se le había acelerado. Entonces, tomando coraje, cortó la conexión visual y salió disparado hacia la carpa de sus padres.
Fue entonces que lo comprendió, que supo la verdad. El mar no le regalaba nada, solo lo maldecía mostrándole historias que aún no habían sucedido. Incluso la propia, su instante final. La revelación llegó a su mente antes que su padre, al entrar a la carpa, extendiera hacia él aquello que aún no sabía cuando iba a llegar a su poder.
- Horacito, mirá lo que le compré para vos a un vendedor ambulante de antigüedades.