Revista Talentos

Los sótanos de Maiquetía

Publicado el 02 agosto 2010 por Pacotto
Los sótanos de MaiquetíaEl cabo del miedo tiene veintinada años pero lleva la visera hasta el hueso de la nariz que le obliga a ir erguido. Morenazo esquelético, rapado el cogote sin pelillos sobresalientes, cruza las manos tras la casaca de su uniforme de la Guardia Nacional y grita a la cola sin mirar a nadie: “Sapatos, sinturones, objetos, todo de bolsillos a la bandeja”. Sé que es cabo porque lleva un galón en la hombrera y es uno de los cientos que cuidan de la seguridad en el área de embarque del aeropuerto de Maiquetía. Es uno más de los tropecientos agentes de seguridad que me han pedido el pasaporte y me han preguntado que qué he hecho en Caracas y dónde me he hospedado. Cada dos pasos.

Al aeropuerto internacional de Venezuela hay que ir con tres horas de adelanto, pero al final son cinco porque el vuelo sale con dos horas de retraso por cortesía de la Guardia Nacional, que por lo visto ven un Iberia y se ponen como tensos, en prevengan.

Y es al ver tamaño despliegue policial en la Terminal cuando uno empieza a entender por qué la capital está desierta de protección, donde los malandros armados campan a sus anchas recolectando BlackBerrys en semáforos, atascos y donde sea, con total impunidad. Mi amiga, atascada con su Ford y bloqueada por carros por todas partes, ya ni se asusta cuando el malandro de guardia le golpea en el cristal, le enseña la pipa, le obliga a bajar la ventanilla y con un profesional “señora, exprópiese el selular” le invita a que se lo entregue sin que el resto de atrapados conductores hagan nada por la atracada señora. Los móviles, en Caracas, son todos BlackBerry y el mercado negro está más que asegurado.

Así que mientras Caracas sigue en el medallero de las ciudades más inseguras del mundo, donde cada fin de semana las muertes violentas superan la treintena, donde la Policía Metropolitana anda deteniendo más por dentro que por fuera, el grueso de la Seguridad Nacional se concentra en el aeropuerto internacional, no vaya a ser que la monja de Cáceres intente traficar con más dulce de leche del permitido.

De entrada, es otro imberbe de los boinasgranates el encargado de dar la bienvenida a la cola de facturación de Iberia y largarte el primer interrogatorio, tan metido en su papel que hasta se adivina su gozo protagónico en el lance. Paso, pero la azafata siguiente me advierte: ¿Lleva alimentos en la valija?” “No… mmm… sí, una caja de chocolates que me han regalado” “Pues sáquela y llévela con usted, porque los alimentos son lo primero que requisan”. Así lo hago.

La siguiente hora fue normal, nada, tres o cuatro peticiones de documentación con interrogatorio, sin más. Hasta que entrando al área de embarque comienza el rito de descálcese, cálcese, descálcese, cálcese, un, dos, un, dos, y un par de escáneres por si el anterior tenía algo fundido. Al final, consiguen que uno no pierda el equilibrio mientras se acordona los zapatos a lo zancudo mientras responde qué ha venido a hacer aquí y dónde se ha hospedado.

Ya en la puerta de embarque, donde sigue habiendo más uniformes que paisanos, la azafata de Iberia lanza al aire el nombre de la decena de pasajeros que deben presentarse urgentemente en el mostrador y que, como ya habrán adivinado, incluía al SANCHO/FRANCISCO. Falta menos de media hora para el despegue previsto pero qué más da. Las autoridades nos requieren para bajar con chaleco fosforito a las catacumbas aeroportuarias para revisar nuestro equipaje. Allí, en medio de un sótano abierto y apenas alumbrado por dos bombillas huérfanas, un mostrador de caballetes ajados hace batería tras el que se alinean más boinasgranates abriendo las maletas del personal. El suelo, de mugre y agua como para apoyar la mochila.

A los que me preceden (hay que hacer cola, como en el súper con cajeras) les destrozan el plástico protector de la maleta por el que minutos antes les habían cobrado 30 bolívares fuertes [más de cinco euros al cambio oficial]. A la señora de delante, efectivamente, le deshacen su equipaje con la delicadeza de Eduardo Manostijeras hasta que, claro, emergen los dulces y las chocolatinas. Los paquetes con las golosinas para los sobrinos son abiertos con finura, a tirones, y el boinagranate le da un mordisco a una tableta para cerciorarse de que no es el chocolate del moro. “Meta todo y váyase”.

Me toca. Mi maleta es esa gris sobre el charco, sí, la que no lleva plástico porque es de las rígidas. Combinación y llave. Apertura. Allegro ma non troppo. Dos golpes a las tapas por si los dobles fondos. Nada de jalar. El neceser. Espuma, sí. Y va a por mi querido y precioso termo, envuelto en una funda de tela. Ni lo saca. Lo agita como si me fuera a preparar un cóctel para cerciorarse de que nada suena en su interior. OK. Cierre la valija. Y me doy la vuelta, confiado, para juntar las dos partes y terminar de colocar la ropa que desborda. Váyase.

Arriba de las mazmorras la cosa va al paso. Por el finger vamos entrando en dos filas obedientes, los hombres pegados a la izquierda y las mujeres a la derecha. A pedo burra y olor a Auschwitz. Cacheo antes de llegar a la cabina. Y aquí sí que me tocan los huevos, quiero decir, literalmente, no como las veces anteriores. A un pasajero que se cuela por despiste el cabo del miedo le espeta un “hey broder, a la fila”, así de colega, que para eso nos conocemos de tiempo.

El avión sale con dos horas de retraso. Durante todas esas horas no he visto que a los pasajeros de ninguna otra aerolínea les hicieran lo mismo, solo a los de la española. Pero bueno, a intentar dormir.

A intentar dormir pensando en cosas agradables, por ejemplo, sí, en los innumerables amigos venezolanos que tengo y a los que adoro y que me besan y les beso y que son emprendedores y cariñosos y hospitalarios hasta decir basta y trabajadores y enamorados de su país y enamorados de la cultura y luchadores del progreso y que me han tratado a cuerpo de rey durante una semana. Es tan bueno el recuerdo que, en vez de dormirme, me espabilo y recuerdo que cuando dos días antes les pregunté si nada había cambiado desde la Venezuela del 2002 sobre la que escribí primero me dijeron que no, pero luego se miraron entre ellos y me confesaron que sí.

Cuando llegué a casa y abrí la maleta, el precioso termo ya no estaba allí.


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