El castillo estaba todavía en los cimientos, pero el Rey ya imaginaba sus conquistas. Ya podía ver a todo el ejército bajo su balcón, saludándole y engrandeciéndole. Ya se veía a sí mismo dirigiéndoles a los reinos del Sur y del Norte. Vislumbraba en la corte a mujeres bellas, a flautistas y bufones, mesas repletas de manjares exóticos. Una enorme flota de barcos a su servicio, en el puerto que se iba a poder divisar desde la torre más alta de su precioso palacio a medias de construir. Pero un fallo en el pulso de un niño de diez años acabó con los sueños del Rey. Y ahora mi hijo me mira desde la mesa del salón, con lágrimas en los ojos, porque se le ha derrumbado su primer castillo de naipes.