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los tiempos blancos

Publicado el 27 septiembre 2013 por Maslama

los tiempos blancos
hace días había llegado la invitación del baile a la casa de las afueras. Aunque estaba ausente por temas de trabajo, su fiel mayordomo había recogido la carta con el sello real. Había llegado el momento, toda la aristocracia del país estaría esa noche en palacio y quizás a quién buscaba también.
antes de salir había preparado con minuciosidad el uniforme. El sable relucía en su funda, que colgaba del cinto con una bonita cadena de oro que llevaba sus iniciales AT. Llevaba en la pechera cada una de las condecoraciones por actor de honor en tiempos de guerra, aunque qué tiene de honorífico matar a otro hombre. Los botones los había bruñido con cuidado colocando el águila imperial perfectamente vertical en cada uno de los ojales. Un último vistazo a las botas lustradas, antes de enfundarse en los guantes blancos de oficial.
al llegar a palacio, bajó de la calesa y la guardia que custodiaba la entrada le saludó con honores. Algunas jóvenes damas cuchicheaban a su paso. Sonrisas furtivas, algún rubor al cruzarse directamente con su mirada indiferente. Las escalinatas de palacio estaban engalanadas con una gruesa alfombra roja y flores blancas y lirios. La araña del techo rutilaba con gran intensidad, no dejando ningún rincón ensombrecido. Una fuente de hielo invitaba a pasar a una de las estancias donde iba a tener lugar el aperitivo antes del baile.
saludó a un par de compañeros de oficio y comienza una aburrida conversación con un par de miembros del gobierno. Ya nadie en aquella sala recordaba sus orígenes humildes, sino mostraban respeto por quien portaba aquel uniforme con elegancia innata. Los camareros ofrecían los mejores manjares de la gran madre patria: caviar de beluga, huevas de esturión, tartar de salmón y para regar todo aquello como no champagne, traído de miles de kilómetros para saciar a los distinguidos invitados.
los sirvientes llaman para que vayan pasando al salón donde tendrá lugar el baile. Uno de los ministros ofreció a su hija para el primer baile. Los primeros compases de una mazurca sonaban por parte de la banda de cuerda, viento y piano. Se movía con soltura cuidando de no desmerecer a su pareja. Le sonreía con frialdad para intentar que se sintiera cómoda, aunque sus ojos buscaban a otra persona en la sala. El tema llega a su fin, devuelve a la dama a su padre y mientras se aleja cree distinguir al fondo de la estancia a quién buscaba. Llevaba un vestido rojo burdeos, que realzaba aún más su figura. Su piel blanca acompañada por un pelo ondulado azabache recogido a mechones en la nuca. Dos diamantes engarzados en oro blanco relucían como pendientes y a juego un tercero como colgante reposaba en su escote.
se acerca y se planta ante ella firme y en postura abierta para que ella se coloque entre sus brazos, cual obra de arte en su marco. Ahora suena un vals. Sus pasos son precisos y compenetrados. Le agrada sentir la tibieza de su piel bajo la seda de su vestido. Su espalda desnuda insinúa aquello que oculta la tela. Recorren todo el salón trazando un óvalo perfecto. Las parejas que los acompañan a cada altura de la sala giran la cabeza con curiosidad, envidia o deseo. Nadie que indiferente a su paso. Ella le sonríe se siente feliz y además la acompaña una sensación que hasta el momento desconocía, aunque estaba casada, y eso le confundía aún más. Cómo podía provocar esa sensación aquel personaje desconocido que había visto un par de veces. El vals declina sus últimas notas, cuando ella intenta decirle algo. En ese momento hace un quiebro, para en seco y la sostiene por las caderas. le mira sorprendida y algo contrariada. Aunque en ese momento se quita el guante de la mano derecha le acaricia la mejilla y le susurra al oído: «hay tantos amores como corazones.»

ronronea: atis

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