RESUMEN DE LOS VIENTOS LOBREGOS:
-LOS VIENTOS LÓBREGOS O LA VIDA DEL SOLDADO QUE NO SUPO DISPARAR-
En las estribaciones de la Sierra de Segura, al noroeste de Murcia y al sureste de Albacete, entre bosques inmensos de coníferas que se pierden en el horizonte de las fallas y quebradas, entre cañones que acompañan arroyos y riachuelos cristalinos jalonados por chopos, almeces, álamos temblones y robles, entre las muelas que descuellan solitarias como faros que indican a las águilas y los buitres el camino a seguir, se extiende el valle de Sarrión, una altiplanicie dividida en cañadas dónde el cultivo del cereal y el pastoreo son, junto a la madera que extraen de la espesa fronda leñadores y ajorradores, las únicas fuentes de vida.
No son las Cañadas de Sarrión un lugar triste, tampoco Sarrión, el pueblecito dónde viven los señoritos venidos a menos junto a los jornaleros que siempre están a su disposición independientemente del día que señale el almanaque y de la hora que marquen las agujas del viejo reloj de pared, único vestigio del pasado familiar. En las Cañadas se trabaja mucho, de sol a sol, y a veces más, el padre, la madre, los abuelos y los hijos al pasar la frontera de los ocho años, primero cuidando a los animales que necesitan poco cuidado, después, en la labranza, en la siembra, en la cosecha y en los rezos y conjuros que preceden a ésta cuando avisa la tormenta que se atisba por el horizonte. No hay demasiado tiempo para pensar, la vida es rutinaria, todo se repite matemáticamente sin más alteración que alguna visita señalada o alguna celebración patronal. Sólo las noches, en verano bajo la parra que a modo de porche cubre la entrada de la casa y en invierno al amparo de la lumbre, ofrecen alivio y hacen regresar los recuerdos de leyendas que tal vez nunca existieron y que si existieron alguna vez se exageran cada año para hacerlas más atractivas a la concurrencia. Vino de la cosecha, repuntado al final de la temporada, chacinas cuidadosamente guardadas desde que se extirparon al cerdo en vísperas de Navidad para durar todo el año, pan del horno, poco poroso, denso, del que nunca se pone duro, un blanco, un almirez, una botella de anís, a veces una guitarra vieja y un violín gastado junto a la voz ronca pero armoniosa del que se atreve a romper el hielo y dar comienzo al baile, a la rondalla que recorrerá las cortijadas para festejar el nacimiento de un hijo o la boda del que se va.
En las Cañadas de Sarrión, al filo de las montañas azules, hay estaciones. El invierno es duro, muy duro, llueve poco y cuando lo hace es en forma de nieve, como si el cielo y la tierra se hubiesen puesto de acuerdo para pintarlo todo de blanco. El cielo resplandece antes de vaciarse, la tierra brilla conforme se va cubriendo. Luego se ensucia, por las pisadas, por el barro, se hiela y permanece helada durante semanas mientras las gentes se refugian en los caseríos esperando a que el temporal les deje podar los almendros y otros frutales que se apretujan en los pequeños bancales próximos a las casas. No dan para mucho, normalmente para el gasto, a veces para vender unas cajas en el mercadillo del pueblo. Los mejores años. La primavera la anuncian los almendros con sus flores blancas y rosadas, depende de la variedad, los chopos, con los primeros brotes de sus ramas, las golondrinas que comienzan a revolotear siempre alrededor de dónde habitan las personas. Los almendros y los chopos se equivocan a veces, florecen aprovechando unos días de buen tiempo, luego se arrepienten, las golondrinas jamás, cuando llegan es para quedarse: Saben que el frío ya no volverá. El trabajo es intenso, agotador, la impaciencia también, se mira mucho al cielo, se espera la lluvia tranquila que dé a las espigas la robustez y el tamaño preciso, mínimo, al menos ese que las despegue lo suficiente del suelo como para poder meter la hoz. Es un periodo alegre porque la vida regresa y los campos se llenan de flores, de hombres, de mujeres, de niños, de ovejas, de cabras, algún asno y alguna vaca, las gallinas y los pavos corretean a sus anchas picando todo lo que huele; pero es tiempo de incertidumbre, si no llueve no habrá cosecha, pero si asoman los nubarrones por las montañas que hay encima de Sarrión, en mayo o en junio, el granizo está asegurado, y el granizo es la perdición. Antes de que el cielo se rompa en mil pedazos, cuando las trompetas del apocalipsis comienzan a sonar por el Norte, las mujeres se juntan, lanzan conjuros y rezos, cogen sal y hacen señales en el suelo como si las nubes supieran de señales; los hombres suben a las falsas, preparan los cohetes de caña larga, pensando que llegado el caso podrán dividir de un cañonazo las nubes en dos, que se irán hacia otros lugares con su triste carga. Las más de las veces, los cohetes sólo sirven para atemorizar a los niños que entre los ruidos humanos y los divinos, no saben en qué rincón meterse.
El verano llega, comienza suave, el azul intenso en lo alto, rodeando al astro ardiente, las mieses doradas, dobladas si el pedrisco no las ha arrasado. No hay hombres ni mujeres suficientes, no hay siquiera hoces ni guadañas. Hombres, mujeres y niños comienzan la siega mientras el calor se hace insoportable a finales de julio. Empacan y suben el cereal hasta la era a lomos de burros obedientes, resignados. Tapados desde la cabeza a los pies, con sobreros de ala ancha, pasan el trillo, luego aventan los frutos con las horcas para separar la paja del trigo, el trigo irá a los sacos que llevarán a las harineras, la paja a los pesebres para dar de comer a los animales y rellenar los colchones viejos.
Martín Pijasanta, el encargado de los Condes de Sarrión en la finca de El Maltés, es un trabajador infatigable. No para ni un segundo, sube y baja de la casa, va al granero, siega más y mejor que nadie, serio hasta que llega la noche. Es un hombre cabal en el que todos confían pese a su parquedad, que se transforma en locuacidad cuando el sol se pone y se sienta en el pollo que hay pegado a su casa, bajo la parra, con sus hijos y sus amigos, extenuados. Entonces saca el porrón mientras su mujer, María, tan agotada como él, termina unas migas que todos comerán, paso adelante, paso atrás, metiendo la cuchara en la salten que descansa sobre unas trébedes. Fuerte como un roble, aunque no muy alto, Martín comienza a contar historias tremebundas sobre lo que le pasó a Genaro el año de las nieves, sobre los ajorradores que aquel verano murieron al acostarse sobre un nido de bichas enfurecidas por el calor. No para, y los amigos le dan cuerda para que siga, él la toma y sigue, enfatizando más, añadiendo cada año nuevas versiones. Los hijos se estremecen al oírle, sobre todo Santiago, que es el menor y aparentemente el más delicado. A Santiago le encantan las historias de su padre, cuando habla del abuelo Pijasanta, de por qué les llaman de esa manera, también cuando cuenta cosas de miedo, pero no duerme, insiste a su padre para que continúe, pero padre tiene unas horas, espera el campo y ya ha bebido bastante vino. Hay que acostarse. Santiago tiembla en la alcoba, solo, empapa las sábanas de lienzo, frescas y duras al mismo tiempo. Pasa la noche en vela. Sin decir nada a nadie. María lo sabe, sólo con mirarlo, le advierte, ya sabes que lo que cuenta padre no es verdad, las cosas no pasaron así, le gusta echarle sal a todo, exagerarlo, pero si aún sabiéndolo tienes miedo, no deberías quedarte con los hombres, ellos ya lo conocen, tú también deberías. Me gusta madre, sé que la mayor parte de las cosas no son verdad, pero las cuenta tan bien que mi cabeza se dispara y se pone a pensar por sí sola, no puedo controlarla. Entonces, acuéstate o vete a otro lado, con los demás muchachos, a jugar al marro o a cazar ranas, no tienes por qué estar allí. Bueno, lo haré. Al día siguiente, Santiago vuelve a sentarse junto a su padre con los oídos abiertos de par en par.
El otoño llega con las primeras tormentas de septiembre. Hay que vendimiar en la cortijada vecina de Ayoza, también propiedad del conde de Sarrión. Raudos, sin descanso, el agua puede acabar con la uva y con el vino. Con las últimas vides en el lagar, todos los vecinos se juntan en la plaza de la casa principal del conde, que reparte el salario, da unas propinas a los niños y prepara una merienda regada con abundante vino repuntado del año anterior. Bailan al son de las pardicas, de las malagueñas y los verdiales, ríen, cortejan y algunos se ennovian. Poco antes de las 12 de la noche, el conde, su señora y su hermosa hija, se evaden del jolgorio en el interior de su mansión.
Pero la vida no se para con la vendimia de Ayoza, hay que ir a los montes a recoger leña para el invierno, preparar la paja para los animales, segar los barbechos y la alfalfa y tenerlo todo listo para cuando el campo se vuelva a vestir de blanco y todos, personas y animales, tengan que resguardarse de la intemperie. El otoño es hermoso en las Cañadas de Sarrión, amarillean chopos, servales, almendros, almeces y nogales, reverdece la tierra con el agua de las tormentas, el aire se va tornando más fresco y también más claro, acaricia y recorre los cuerpos movidos por una gigantesca mano de seda. Se agradece después de la calima y el sopor del estío. A Santiago es la estación que más gusta, es entonces cuando se permite dejar a las ovejas y los pavos a su libre albedrío mientras él busca su tesoro escondido en la cueva de los árboles de piedra, un lugar al que nadie entra desde años porque dicen allí fue asesinada Juanita, una niña de cinco años que desapareció sin dejar rastro. Santiago, curado de espantos con las leyendas de su padre, no tiene miedo de las cosas que ve, sino de aquellas que no ve. Se conoce la cueva palmo a palmo y sabe que después de pasar el bosque de los árboles de piedra, hay un pequeño lago al que da el sol durante una hora, sólo en el mes de agosto, de once a doce. Ese es su paraíso, un paraíso al que nunca entró con nadie.
El mayor de los hermanos, Mateo, aunque tarde, ha de ir a la escuela que hay en la cortijada de Ayoza. No quiere, pero Martín y María así lo han decidido. Acude renegando. Santiago quiere ir también, pero sólo puede ir uno. No se resigna. Por la mañana, cuando salen los dos juntos, Santiago se despide para ir a cuidar las ovejas y los pavos. Al rato, aparece en las escaleras de la escuela, se asoma por una ventana, aguza la vista y el oído, y copia todo lo que dice el maestro en una vieja libreta. Podría venir tú mientras yo cuido a los animales. Ya pero no es eso lo que quieren los padres. Pues entonces vete con ellos, cualquier día las zorras nos harán un estropicio. Están enseñados. Allá tú. El maestro se ha fijado en el chaval que todos los días, haga frío o calor, permanece durante dos horas pegado al cristal queriendo saber lo que ignora. De vez en cuando, sale y charla con él, le explica algunas cosas y le manda deberes. Pero esas no son maneras. Una tarde, a lomos de una mula torda, el maestro se acerca a El Maltés. Habla con los padres, elogia las cualidades del niño, les atosiga con su responsabilidad, pero ni Martín ni María modifican su decisión: No saben lo que pasará con los demás hijos, pero Santiago ha de quedarse en casa para cuidar de la finca y de ellos mismos, de su vejez. Al cabo de dos años, Santiago sabe leer, escribir y hacer las cuentas. Mejor que su hermano. Martín y María cavilan, ¿nos habremos equivocado? Santiago ya no va a la escalera de la escuela, el maestro le da libros que él devora con fruición en la cueva de los árboles de roca o en las falsas de casa. Padre le encarga de los números. Dentro de lo que cabe, es feliz. Sabe que sus padres no tienen nada, que trabajan mucho, que han de obedecer al Señor conde y tener preparada la casa grande para cuando deciden ir a cazar. No lo ve bien, pero se conforma con los cuentos de su padre, con la mirada de su madre, con los libros que le da el maestro, contemplando cómo cambian de color los árboles, los campos, el cielo, los montes, disfrutando de la cueva.
Un día de abril amanece esplendoroso, varios vecinos llaman a Martín a gritos, como si les fuera el alma en ello. ¡¡¡Ya está aquí la República, ya está aquí la República!!! Martín dice que le esperen, van en un carro hacia Sarrión. Sube a su cámara, se pone el traje de la boda, el único que tiene y que huele a manzana y a laurel, llama a su mujer y a sus hijos. María no quiere ir, pero al final monta en el carro. Al llegar a Sarrión, la gente está en la calle, dándose abrazos y vivas. Hay alegría, emoción desbordada, todos son amigos y creen que ha llegado el gran día. Bueno, no todos, los hay que no celebran nada y miran entre los visillos de las casas de portón grande, cerradas a cal y canto, como si no viviera nadie. Los guardias esperan, no saben qué hacer, la fiesta continúa durante toda la noche. Antes de despuntar el alba de día 15 de abril, la familia regresa a casa. Martín, regala a Santiago un botón con las caras de Galán y García Hernández. Siempre lo guardará. No nos habremos precipitado –pregunta María a Martín-, ya sabes cómo es la gente mala de Sarrión. Nos hemos significado antes de tiempo, tendríamos que haber esperado unos días. Ya hemos esperado bastante. De todas maneras no te preocupes, la fiesta ha terminado, ahora hay que volver a trabajar y a esperar que cambien las cosas.
Y las cosas cambiaron poco a poco, un poco, subieron los jornales del campo, mandaron maestros y al pueblo comenzaron a llegar carretas con hombres que hacían de otros hombres y leían poemas. Santiago estaba tan encantado oyéndolos que no se perdía ni una sola función, tan encantado como irritados los que miraban tras los visillos. En un local del Ayuntamiento, aquellos hombres montaron una pequeña biblioteca y enseñaron a los chavales a declamar. Santiago cada día se llevaba un libro que devolvía al día siguiente. Los hombres llegados de las ciudades, le regalaban periódicos y tebeos. En sus recuerdos aquellos días fueron de los más felices, incluso llegó a pensar en hacerse titiritero o maestro para ir de pueblo en pueblo leyendo a los demás cosas hermosas. No lo hizo porque estaba muy pegado a sus padres y a su tierra, porque creía que vivía en el paraíso sin tener apenas nada pero usándolo todo. Los hombres de los visillos volvieron a salir a las calles a finales de 1933, cuando comenzaban las noches a hacerse interminables. Santiago dejó de ir al pueblo y regresó a sus hábitos.
Un día de julio de 1935, los condes enviaron un telegrama a Martín anunciándoles su deseo de pasar ese verano en la casa grande de El Maltés. Madre, padre e hijos se afanaron durante días en poner toda la casa en orden, en sacar brillo al cobre y a los suelos de arcilla cocida, rodillas en tierra; en limpiar las vajillas y las alfombras; en colocar las cortinas, en mullir las camas de lana, en quitar el polvo a los muebles, lámparas y libros. María colocó varias de sus macetas en el gran portal de la casa grande, la dejó limpia de yerbas; Martín llenó las tinajas del mejor vino de Ayoza, extendió las hamacas de madera y lona y encargó a sus hijos que durante el tiempo que los señores estuviesen allí entrasen a los animales por la puerta trasera. Hacía tiempo que los condes no pasaban unos días en El Maltés, es más, nadie recordaba que hubieran pasado un verano entero. Sabían que era su obligación y que el trabajo se haría todavía más difícil, la República se había parado y todo seguía más o menos como antes. Martín y María estaban muy bien considerados por los condes, sabían que aunque no eran lisonjeros, sí muy trabajadores y eficaces, quizá los mejores mayorales que tenían en todas sus fincas. También los padres de Santiago eran conscientes de que los condes de Sarrión eran los señoritos más razonables de toda la comarca. Tenían una buena relación, se respetaban y estimaban, pero no había intimidad alguna.
A finales de julio de 1935, en un Hispano-Suiza blanco, la familia condal llegó a su casa de El Maltés. Saludaron cálidamente a Martín y su familia y se dispusieron a descansar en sus aposentos del largo viaje. El calor era asfixiante. A la mañana siguiente, Don Manrique, conde de Sarrión, tras haber hablado de la cuestión con Teresa, su esposa, y Laura, su hija, preguntó a Martín si era posible construir una pequeña balsa en algún punto del arroyo que pasaba junto a la casa. Martín lo habló con su hijo Santiago, quién enseguida se mostró dispuesto a realizar la obra. Desviaría el arroyo un par de metros –llevaba muy poco agua en verano- y haría un dique en el viejo cauce, justo dónde daba un pequeño salto. En dos días, Santiago había construido el dique y empedrado el suelo con cantos rodados. Llamó a su padre y este a los señores, quienes se quedaron maravillados de la habilidad de Santiago, sobre todo su bellísima hija.
Laura era una muchacha de 18 años, excesivamente guapa, muy educada, inocente y pícara a un tiempo. No gustaba de la gente de su clase ni de sus costumbres. Había sido ella la que había convencido a sus padres de pasar el verano en El Maltés, lugar del que tenía remotos y agradables recuerdos gracias a las maravillosas comidas que preparaba María. Adoraba a sus padres y sus padres a ella, aunque sabían que probablemente tendrían que dejarla volar libre puesto que había demostrado en numerosas ocasiones su aversión a las componendas y a las regalas de la alta sociedad. Curiosa y atrevida hasta lo indecible, había viajado por toda España y por muchas ciudades francesas. Gustaba mucho más de la naturalidad, que de la encorsetada vida aristocrática. Un día, acompañada por sus padres, acudió a inaugurar su nuevo baño al aire libre. Sin pensárselo dos veces, Laura se quitó la ropa y se zambulló en el agua mientras su padre se daba la vuelta y fingía cierto enojo. Santiago, deslumbrado, vio desde la ventana de las falsas de su casa toda la escena, sin fijarse lo más mínimo en los gestos de los progenitores, recorriendo milímetro a milímetro el cuerpo de Laura. Durante horas permaneció turbado en las falsas, sin responder a su madre, concentrado en esa hermosura que jamás imaginó ver. Aunque no descuidó sus obligaciones, pasó días febriles, temblorosos, insomnes, agitados, tanto que no pudieron escapar a la mirada sabia de su madre, la única que, pese lo esquivo de Santiago, supo adivinar cuál era el mal que le aquejaba.
Santiago se escondía y Laura lo observaba sonriente y curiosa. Santiago temblaba cada vez que Laura se le acercaba con cualquier escusa, no sabía qué decir y enseguida salía triscando hacia otro lugar, muchas veces equivocado. Santiago estaba completamente loco por Laura, en su vida había estallado una bomba que lo había trastocado hasta el extremo de no reconocerse. No controlaba su pensamiento, mucho menos sus sentimientos. Laura, Laura, Laura, siempre, a cada momento en su cabeza, su cara, su cuerpo, sus ojos, su sonrisa, su cabello. La imaginaba de todas formas, soñaba con ellas, pero nada como el recuerdo de las imágenes recién vividas. Un día mientras aparentaba dormir en la junquera baja del arroyo, justo dónde cuidaba a las ovejas y los pavos, apareció Laura, silenciosa, se sentó junto a Santiago mientras a éste se le salía el corazón del pecho. Aparentó dormir, pero no dormía y sabía que Laura era consciente de ello. Señorita, qué hace aquí, se va a manchar, este lugar no es apropiado para usted. No te preocupes Santiago, si he venido es porque me gusta y quería hablar contigo. Ya, pero qué pensarás sus padres señorita. Por favor olvídate de mis padres y no me digas más señorita. Santiago temblaba, balbuceaba y callaba mientras Laura le miraba directamente a los ojos y le preguntaba sin cuidado alguno. Del miedo, Santiago fue pasando al embelesamiento, al arrobo, mientras Laura, segura de sí misma, victoriosa, conseguía hacerse dueña de la situación. Al final, Santiago consintió en mostrar a Laura el mayor de sus secretos: La cueva de los árboles de piedra. Quedó fascinada, extasiada al contemplar tanta belleza oculta. Santiago comenzaba a sentirse más seguro conforme se adentraban en el interior de la montaña, en su refugio, en su secreto, pero no tanto como para tomar la iniciativa.
No sin dificultades, consiguieron entrar a la sala del lago. Se sentaron alrededor y Laura pudo ver no sólo la belleza del lugar, sino los libros y objetos que Santiago guardaba allí. Después de unos minutos deambulando, Laura volvió a sentarse junto a Santiago, le acarició la cara y lo besó con todo su ser. Se acaba el verano, Laura y su familia regresaban a Madrid, pero Santiago había quedado marcado como una res, para siempre. Laura…
Al año siguiente, a mediados de julio, los militares africanistas traicionaron la Constitución que habían jurado y comenzaron a incendiar España. Los condes estaban en Biarritz, dónde permanecerían hasta 1938. Los hermanos de Santiago se fueron voluntarios al frente, quedando éste al cuidado de sus padres y de las tierras. A mediados de 1937, una pareja de la guardia civil se presentó en El Maltés para comunicar a Martín y María que Santiago había sido movilizado. Se opusieron, apelaron a los sentimientos de los guardias, alegaron que ya tenían dos hijos en el frente, que habían ido voluntarios, pero nada sirvió. Santiago fue llevado a la estación de Pinar –en la que tanto habían jugado de pequeños- junto a otros muchachos de su edad y desde allí conducido a la estación central de Valencia. Después de unas semanas de instrucción, Santiago fue destinado al frente de Teruel, a un grupo que dirigía un miliciano respetado por todos: Benito Cerezo. Benito, era hombre decidido, audaz, inteligente y bueno. No daba un paso atrás y no se callaba una verdad. Sin saber por qué –su carácter era completamente opuesto- cogió apreció a Santiago, tanto que se encargó de protegerlo como si fuese un hijo. Una noche, cuando más feroces eran los combates, en la trinchera, Benito dijo a Santiago que sabía que no había disparado ni una sola vez. Santiago asintió y le dijo que era incapaz de disparar a nadie, ni a persona ni a animal. Benito le dijo que al menos no disparara al cielo porque a veces el cielo se cabreaba y devolvía los tiros multiplicados por cien.
Al dar por perdida la ciudad, Benito Cerezo salió con las tropas republicanos por el cauce del Turia. Santiago se había perdido por las montañas cercanas junto a otro soldado, Gálvez. A escondidas, andando por la noche, lograron llegar a un pueblo de Valencia, desfallecidos, exánimes. Identificados por un pastor valenciano que los encontró tirados en el suelo bajo unas rocas, fueron llevados al pueblo, dónde tras diversas indagaciones fueron asistidos y curados de sus heridas. Alojados en la casa de un viejo comerciante republicano que suministraba víveres a Valencia, una mañana, cuando ya estaban recuperados, Santiago y Gálvez acompañaron al comerciante a la capital. En la Intendencia dónde debían entregar los alimentos, estaba el teniente Uría, un joven militar que se había enemistado con sus padres por haber impedido de forma artera que sus relaciones con Catuxa, una joven campesina que servía casa de unos amigos de la familia, llegasen a buen puerto. Mientras despachaban con el teniente, apareció Benito Cerezo, fundiéndose en un abrazo con Santiago. Después de hablar y hablar, Benito y Uría decidieron –se aproximaba la batalla del Ebro- que el mejor destino para Santiago era la Intendencia. Santiago se negó diciendo que tenía la obligación de ir al frente, pero al final hubo de acatar las órdenes.
Santiago trabajaba y trabajaba. No salía ni un segundo de la Intendencia. Trabajar y pensar en Laura eran sus únicas ocupaciones. Un día, el teniente Uría le obligó a salir, por su bien. No es bueno que estés todo el día aquí encerrado. Uría debió imponer de nuevo su autoridad. Santiago salió de la intendencia y se introdujo por una vereda que llevaba a una huerta muy bien cuidada. Allí conoció a los Albert, dos hermanos, Pere y Tximo, también a la encantadora mujer de este, Aurora, dedicada en cuerpo y alma a la tierra y al bienestar de los suyos. Tximo sufría alteraciones síquicas esporádicas después de que un caballo le pisoteara la cabeza. Era un buen hombre, pero a veces perdía el control y se dejaba llevar por la violencia. Entre Aurora y Pere lograban apaciguarlo. Tras diversos avatares, Santiago se integró en aquella familia que cuidaba la huerta con todo cariño y comenzó a salir todas las tardes para ayudarles en las tareas agrícolas y hablar con ellos. Laura seguía en su cabeza y en su corazón, cada vez más adentro. Pasó unos buenos meses entre la Intendencia y la huerta de los Albert, pero un día, ya a finales de febrero de 1939 hubo de comunicarles que debían abandonar las tierras porque las tropas fascistas estaban a punto de entrar en Valencia y tomarían represalias contra ellos por haber trabajado para el gobierno republicano. Pere y Aurora asumieron con tristeza y rabia su nuevo destino, pero Tximo enfureció y quiso matar a Santiago y al teniente Uría, que apareció de improviso en el lugar. Después de muchos intentos por parte de todos, Aurora logró llevar a Tximo al interior de la barraca en la que vivían. Allí, a base de caricias, masajes y palabras dichas al oído –tal como había aprendido de su madre, una mujer que decían tenía poderes sanatorios- logró restablecer la paz en el interior de Tximo. A los pocos días salieron a pie hacia Alicante. Uría les había dado un salvoconducto y había preparado su embarque en un buque que saldría para Orán.
Mientras tanto, Benito Cerezo llegó de nuevo a la Intendencia tras la derrota del Ebro. Visiblemente nervioso, conminó al Teniente Uría y a Santiago para que abandonaran la ciudad y se dispusieran a reorganizar una contraofensiva en el momento adecuado. Uría respondió que sólo obedecía al gobierno del Dr. Negrín y que no abandonaría su puesto bajo ninguna escusa. Irritado, Cerezo le contesta que los muertos no sirven para nada y que gente como él es necesaria para el futuro. Uría sigue en sus treces. Entran en una acalorada discusión que termina en lo personal, después en las manos. Santiago, desbordado, coge una granada y amenaza con hacerla estallar si no dejan de discutir. Se hace el silencio mientras Uría encañona a Cerezo con su pistola reglamentaria. Santiago sigue moviendo la granada, el tiempo corre. Uría baja la pistola, Cerezo se derrumba y Santiago deja la granada en su sitio. Santiago y Cerezo deciden caminar hacia Alicante con la esperanza de llegar a tiempo para embarcar en el Stambrook o cualquier otro barco de salvamento, Uría seguir en su puesto con todas las consecuencias.
Al llegar a Alicante, la gente se arremolina en torno al puerto. Santiago no mira a los barcos, ni al mar que nunca antes vio, mira a la multitud y piensa en Laura. Oye disparos, gritos desesperados, ve a gente que va a ningún lado. El Stambrook parte con muchas más personas de las que caben en el. No le importa, ve su humeante chimenea perderse en altamar. Los otros barcos no llegan, pero sí los italianos que cantan alegres el himno de la juventud mientras bajan por la Rambla de Méndez Núñez. Sentado en el Paseo de los Mártires, Santiago se ha entregado a la nada y en su mente sólo vive Laura. Junto a otros miles de republicanos, es conducido al Campo de los Almendros. Desde lo alto ve el mar por primera vez, pero sobre todo lo huele, nunca había olido la brisa. En la umbría del monte, a dos kilómetros del mar, está el campo de concentración. Recuerda a sus padres, a las cañadas, por los tomillos, las jaras, los pinos, las coscojas y los insectos. Se sienta debajo de un pino y comienza a jugar con una escolopendra mientras sus compañeros intentan beber agua el diminuto riachuelo que sale de entre dos piedras. Come hojas de los almendros, raíces, yerbas, pero no se mueve ni conoce a nadie. Piensa que todo se ha acabado menos su capacidad para evadirse pensando, soñando con Laura. A los pocos días, son evacuados del Campo de los Almendros. En la estación de Alicante, montan en el tren que los llevará al Campo de Albatera. Apretujado, sin fuerzas, Santiago no se sostiene. Benito se hace cargo de él. Le da ánimos, le dice no todo está perdido, que pronto verá a Laura, a sus padres, a sus hermanos, los montes de Sarrión. Santiago no puede mover un solo músculo, se niega a hablar. Está desfallecido, por dentro y por fuera. Antes de llegar al Campo de concentración de Albatera, el tren se detiene varias veces para descargar a los fallecidos, que son conducidos en carros a fosas comunes. Llegan a Albatera, son formados y colocados en grupos perfectamente identificables. Durante los dos primeros días no reparten alimentos, al tercero una lata de sardinas y un chusco de pan para cada cuatro. De vez en cuando, tras los focos, las metralletas barren el campo ante la presunción de una fuga. Benito avisa a Santiago, me voy. No podrás, te matarán. Es igual, me voy. Una noche, compinchado con un guardia a la fuerza al que había conocido en Teruel, escapa tras una reyerta en la que se ven envueltos otros presos y numerosos guardias. Se monta una batida por los alrededores, pero sólo encuentran al guardia cómplice y a unos cuántos cadáveres que habían sido abatidos en anteriores fugas. En represalia, una decena de presos son fusilados al amanecer.
Santiago continúa en el Campo de Albatera, pero no por mucho tiempo. A finales de septiembre de 1940 es trasladado junto a otros presos al campo de concentración del castillo de Cuéllar, una fortaleza-palacio renacentista que perteneció al Duque de Alburquerque, ahora convertida en presidio. El maltrato, el hambre, la tortura, los fusilamientos, las sacas y las muertes por enfermedad, como en los otros campos, diezman a la población reclusa. Hacía tiempo, concretamente en 1938, que los condes de Sarrión habían regresado de Francia ante las sospechas vertidas por algunas militares franquistas sobre su desafección a la rebelión. Advertido por un amigo palentino, Don Manrique y su familia hicieron generosas donaciones económicas a los sublevados, regresando a España para ponerse a las órdenes del obispo de Palencia, Manuel González, quien había extendido la doctrina de los sagrados corazones y pretendía hacer de ella un eje vertebral de la nueva España. Muy a su pesar –los condes rechazan el ideario nacional-católico-, Don Manrique se imbuye en las campañas de Manuel González y la Asociación Católica de Propagandistas, logrando disipar en pocos meses, gracias a su acción y a sus amistades, las dudas que los nuevos mandatarios. La familia pasa unos meses duros, llenos de discusiones y silencios, en Palencia, con Don Manrique viajando de un lado para otro dando conferencias sobre los sagrados corazones y la Eucaristía. Al fin logra su propósito y puede regresar a Madrid de la mano de su amigo el Marqués de Lozoya, Director General de Bellas Artes, quien lo reclama para que –dado su amor al arte- realice varias misiones en su departamento, todo ello sin descuidar las misiones encargadas por Manuel Álvares y por el Primado Gomá.
En estas circunstancias, la familia de Santiago logra saber a través del párroco de Argos, la residencia de Don Manrique y le hacen llegar la preocupación por su hijo, añadiéndole que no saben nada de ninguno de sus hermanos. Don Manrique, con la prudencia que exige la situación, se toma el asunto en serio y recurre a todos sus contactos, logrando que Santiago, tras una brutal paliza, sea trasladado a la cárcel de Porlier. Allí ha de aguantar las afrentas con que le fustiga el Inspector General de Prisiones y seguidor de las doctrinas del coronel Vallejo Nájera, Amancio Tomé, en todo caso mucho menores que las que sufre su protegido, Santiago Pijasanta, que se haya en el departamento de destinos, de personas de confianza –en su mayoría delincuentes comunes muy serviles- sometido a todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas.
Después de una conversación final bastante violenta con Amancio Tomé, Don Manrique logra sacar a Santiago de Porlier gracias a una orden del ministro Esteban Bilbao. Santiago salió del presidio con múltiples heridas corporales y envuelto en una manta militar. Tras unas curas de urgencia fue acompañado por el conde y su familia a la estación de Atocha para coger un tren rumbo a Argos, población cercana a Sarrión dónde su familia purgaba sus culpas al servicio de Dios y de los hombres de bien. Antes de partir, Santiago habla con Laura, le declara su amor pero al mismo tiempo le dice que su relación es imposible porque ambos pertenecen a mundos diferentes, mucho más tras la victoria franquista. Laura no manifiesta directamente sus sentimientos, sí su cariño y una atracción más allá de la amistad pero no del todo clara, pero sí su desacuerdo total con Santiago. Laura, reconoce lo difícil de la situación, pero piensa que nada es imposible y que lo peor que se puede hacer es resignarse y renunciar a los sueños, ella desde luego, no está dispuesta a soportar la vida del Madrid que le ha tocado vivir, incluso asumiendo los riesgos que ello conlleva.