
Nunca ha sido fácil llevar una vida de bohemio ebrio, pero es mejor distorsionar la realidad en lugar de afrontarla. Es difícil no influenciarse por las corrientes de los filósofos sin título que alardean de sus conocimientos. Son filósofos que aún no han visto el Sol y que siguen en esa caverna halagando al Dios del Fuego. Sus ojos siguen cegados por la desidia, pero arrastran masas de cadáveres hacia sus oídos. Cadáveres que se pudren ante discursos de políticos indecentes. Entonces, algunos nos damos cuenta de que poco a poco nos convertimos en tiburones muertos y engullidos por minúsculas rémoras. Nos creíamos superiores y bellos entre tanto infeliz, pero los infelices éramos nosotros y seguimos igual. ¿No recuerdas nuestras risas cuando bebíamos el licor de la alegría? ¿No recuerdas esos abrazos? ¿Ni las miradas? Después sangrábamos melancolía. Vivimos en un mundo feo cargado de paradojas y sinsentidos. Queríamos confiar en nuestras posibilidades, pero cuando nos dimos cuenta, nos abandonó hasta nuestra sombra. Nos hemos quedado desamparados en un techo sin fondo y un fondo sin techo. Vacío.
En estas noches todos los gatos no son pardos. No se esconden entre las tinieblas. No hay gatos. Dicen que lo último que se pierde es la esperanza, esa esperanza inmadura que nos ha acompañado siempre, pero en la que ya no confiamos después de tanto fracaso. La honestidad es un mito en un país donde la apariencia es deporte nacional. Lloraremos esta distancia hasta que las hojas de los árboles bailen temas de los 80 mientras debatimos este pasado tan turbio y tomamos el café más amargo del bulevar. El canto de los cuervos marca la detención de nuestros relojes de arena. Descansemos ya de esta locura, pero antes de que que el alba rompa el manto de estrellas, compraré otra entrada para contemplar de nuevo este espectáculo que no podemos tratar de olvidar. Este espectáculo loco, amargo, perverso, traicionero y frío, pero a la vez tan vivo como una orquesta sin instrumentos.
