Mientras devoraba kilómetros dejando atrás su antigua vida, se dio cuenta de que no había vaciado su cuenta del banco. Bueno, daba igual, pronto tendría dinero fresco para ir viviendo. Se encontraba a unos 150 kilómetros de su objetivo, pero antes haría alguna parada de entrenamiento para probar su capacidad a una escala menor. Arrugó un paquete vacío de cigarrillos y ya supo donde sería el lugar en donde haría el estreno de su número.
Enseguida avistó desde el coche el único estanco que había en aquel pequeño pueblo. La tarde iba a ser sustituída por la noche muy pronto. Echó mano de la mochila y cogió el arma, cargada ya, y un pasamontañas que había aliviado frías noches de vigilancia al aire libre. Los guantes también vendrían bien, los cogió y se equipó. Estaba oscuro, lo que le venía de perlas para lo que quería. Antes de ponerse el guante derecho escribió sobre un papel.
Salió del coche como una sombra, directo al estanco, la nula iluminación de las calles le facilitaba mucho las cosas.
Empujó la puerta, ya enmascarado. No había nadie a la vista. El establecimiento era de los de antes, de mucho antes, no había medios de seguridad. Se giró y cerró con pestillo la puerta de acceso al estanco, mejor que no lo pescaran por la espalda. Se apoyó en el mostrador en silenció hasta que un hombre mayor con un gran bigote blanco y gruesas gafas salió de la trastienda. Casi un anciano que le miró nervioso. Martín le extendió el papel, y el anciano leyó:
"Esto es un atraco. Si no hay ruidos ni gritos, no habrán muertos. Gracias por colaborar".
Cuando el hombre levantó la vista, vio el agujero del cañón del arma, mirándole a los ojos.
Martín no le dio tiempo a que dijera nada. Saltó el mostrador y se llevó al hombre dentro de la trastienda. Encontró rápido lo que buscaba, un teléfono de pared que resaltaba en la blanca pared. Lo arrancó y aprovechó el cable para inmovilizar al hombre, que fue también amordazado con un trozo de tela que encontró. Lo dejó allí sentado en el suelo mientras Martín hacía lo suyo.
Le daba un poco de pena el hombre, pero había que vivir. Con el estanquero fuera de juego vació la caja a su gusto, dejándole cuatrocientos euros y llevándose más de mil, además de unas llaves que imaginó que serían del local. Ser el único estanco de una población era muy rentable, según parecía. Cogió también, ya que estaba en faena, unos cuantos cartones de cigarrillos, y por que no, algunos puros cubanos, metiendo todo en una bolsa de plástico de las que había allí.
Con el botín en su poder, salió del estanco y probó las llaves robadas de la caja, que efectivamente coincidían. Apagó la luz y cerró con llave, para que pensaran que el hombre ya se había ido a casa y tardaran más en dar cualquier voz de alarma. Cuando terminó con ellas, tiró las llaves bajo el coche aparcado delante del suyo.
Martín se subió a su viejo coche tirando el botín en el asiento de al lado. Arrancó y se fue rápido pero con discreción de aquel pueblo, no era cosa de ir llamando la atención por vacías que estuvieran las calles.No había nadie que hubiese podido verlo. A unos kilómetros del pueblo, ya lejos del alcance de la vista de cualquiera, paró para quitarse guantes y pasamontañas y meterlos en la mochila con la mayor parte del dinero y el trozo de papel que había usado. Se metió doscientos euros en un bolsillo, y el tabaco robado debajo de los asientos.
Todo había salido no bien, si no a pedir de boca. Ahora podía continuar el viaje, nadie podría identificarlo y sus problemas de efectivo estaban resueltos, al menos hasta la próxima ocasión, que sería un mayor bocado al que hincarle el diente. Martín odiaba quedarse con hambre.