Revista Literatura

Lucky breaks

Publicado el 13 julio 2015 por Xabelg
Lucky breaks
Martín no era mala persona, tan sólo había tenido poca, muy poca suerte en la vida. Mal estudiante, de clase obrera, y pocas ocasiones de subir escalones. Autoindulgente, como todo el mundo más o menos, pero sin disimulos. Al menos había logrado colocarse como vigilante de seguridad en un supermercado. Ya llevaba un año y le daba para vivir, aunque no todo lo lo cómodamente que quisiera. Ese trabajo era aburrido hasta el asco. Vigilar que no robaran mercancía y que nadie montase un escándalo allí, lo que lograba con facilidad con su metro ochenta, voz grave, y rostro muy parecido al de Clint Eastwood en sus años dorados, motivo por el que le llamaban Harry, por Harry el Sucio, una de esas gracietas de trabajo que tanto abundan.
El aburrimiento rutinario era temporalmente sofocado por las cajeras, que rotaban cada cierto tiempo, viniendo nuevas y trasladando a otros establecimientos de la casa a las de mayor antigüedad. Su atractiva facilitaba el flirteo inicial y las posteriores citas, que acababan casi siempre en la cama de la habitación de alguna de esas mujeres. Pero esa vía de escape del aburrimiento hacía más de un mes que no se producía. Conocía de forma íntima a todo casi todo el personal femenino que trabajaba allí, algunas de ellas en repetidas ocasiones. Ya no rotaba ninguna cajera, ni ningún empleado de la empresa, no había apenas movimiento de personal, incluso parecía faltar alguno de los habituales. Algo extraño sucedía. Algo que al día siguiente todos sabrían.
La directiva de la empresa comunicó a todos los empleados que había sido absorbidos por otra empresa mayor del mismo sector. Llamaban a la tranquilidad, puesto que mantendrían al 100% de la plantilla, lo que calmó la incertidumbre que pudiera prender en ellos. La parte mala de la noticia era que la nueva empresa tenía servicio de seguridad propio, por lo que Martín y otros dos dejaban de ser necesarios allí.
Una semana después, cuando acabó su último servicio, en la empresa de seguridad, mientras devolvía el material, le dijeron que no tenían nada para el de momento, pero que pronto le avisarían puesto que siempre se necesitaban vigilantes en estos tiempos.
Pasaron semanas y meses en los que el móvil de Martín no sonaba. Nadie llamaba. Nadie para ofrecerle un trabajo, y eso que había hecho una batida por toda empresa y lugar que pudiera precisar de sus servicios de seguridad. El resultado de sus esfuerzos había sido nulo.
Quien si le llamaba era el usurero de su casero, que siempre se impacientaba con el dinero del alquiler un día antes. Debía de tener ganas de fundírselo en el bingo y las tragaperras el muy cabrón. Al sexto timbrazo lo cogió y contesto con mala gana.
-Pasado mañana pasaré a pagar sin falta, tranquilo.- Y colgó.
Así le dejaría en paz un poco, aunque Martín no estaba seguro de querer pagar más el alquiler, aunque de momento tuviera dinero para hacerlo. Se lo estaba pensando. Se lo estaba pensando todo. Hacía poco que había perdido a su padre tras una larga enfermedad, algo que le deprimía un poco, pero algo de lo que no quería hablar a nadie. Levantó la vista para mirar el lugar en donde vivía: Un cuchitril enano y oscuro por el que pagaba demasiado, un piso que había sido en parte causa y testigo de la muerte de su relación con Ana, la mujer con la que estuvo a punto de casarse, y una ausencia que siempre le dolería.
Volvió la atención a sus asuntos laborales y financieros. A este ritmo y si ninguna empresa le llamaba, podría seguir tirando como mucho dos meses más, malviviendo, como siempre. Se sirvió whisky en un vaso usado, y repitió varias veces la operación hasta dormirse en el sofá.
Soñó que su vida estaba conectada a una estrella, una que nació apagada, y que su propia existencia estaba vinculada a esa estrella, por eso había sido bastante poco luminosa también.
Se despertó con la boca tan seca como la vagina de una monja, una de sus expresiones favoritas. Despierto, no recordaba detalles del sueño, pero estaba agitado y con los ojos húmedos, agobiado por su existencia despierto más que por cualquier enigmático sueño. Volvió a pensar en Ana, volvió a pensar en su padre, pérdidas demasiado tempranas, la historia de su vida. Eran las siete de la mañana de un sábado cualquiera y sentía la vida colgando de una cuerda muy fina, una cuerda que pronto se romperá y todo podría caer. Ya no tenía ganas de seguir esperando a que todo cayera. La vida y lugares que conoce ya no van a ningún sitio, son callejones sin salida. Para Martín era hora de cambio de hábitos, cambio de aires. No tenía ningún plan definido, pero se había decidido y no habría vuelta atrás.
Se lanzaría a otra vida, a un mundo hasta ahora desconocido y lleno de incertidumbre, incluso peligroso, pero lo que iba a dejar atrás era igualmente peligroso para el. Vació el armario y metió sus cuatro cosas en una mochila grande, entre ellas una pistola y dos cargadores que había conseguido bajo mano y había usado alguna vez como arma secundario en su trabajo, por si la otra se le atascaba.
Salió a la calle y abrió su viejo Renault 9 que aún funcionaba bien a pesar de los años. Lanzó sobre el asiento del copiloto la mochila y se metió para arrancarlo, para dirigirse a su nueva condición de ilegal, en la que buscaría sentir el dejar la escasez económica que siempre había experimentado. Conocía una joyería con muy poca seguridad que sería su prueba de fuego. Sabía que al hacer lo que iba a hacer se jugaba la cárcel o incluso la muerte, pero lo que le esperaba en la vida que dejaba atrás en ese momento era una peor suerte en la que el final era la pobreza total y la muerte. Para Martín la cosa estaba muy clara, había que echarle huevos y jugársela, si la vida te daba dos hostias, dale tu a ella cuatro.

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