La falsa blancura de la pantalla del ordenador portátil es la única luz de la habitación. Hace unas horas que la electricidad nos ha abandonado en un acto de solidaridad tecnológica. El sudor, envalentonado desde entonces por la falla eléctrica que alimenta la artificialidad del ambiente, se ha hecho con mi cuerpo como una amante caníbal. Lo siento brotar en los brazos, la cabeza, el cuello, rodar en forma de gotas transgresoras por mi espalda, por la prominencia de mi barriga nueva hasta estrellarse en las baldosas del suelo de piedra porosa que adorna toda la casa.
Una casa de ricos, una de esas que se ven en las películas con jardín, piscina, jacuzzi y parking para dos coches. Cada habitación tiene su baño y los ventanales que rodean la propiedad traslucen un paisaje hermoso, artificial y consonante con la vida que aquí se tiene, la falsa belleza de un campo de golf. Una gota recorre orgullosa e inmune mi pecho, la siento atravesar el vello que lo cubre y sé, por la postura en la que estoy sentado, que cuando cubra la curva de la felicidad se estrellará sin remedio en el suelo de esta casa de mentira.
Una casa tan falsa como todo lo demás, como la vida propia, como los amigos, como la sonrisa que te saluda al llegar al trabajo. Aquí lo único de verdad son los billetes que entran y salen de los bolsillos a la misma velocidad que las gripes de los sistemas inmunológicos. Una vez un amigo definió este lugar como “carente de alma”, pero se olvidó de advertir que esa carencia se contagia, se expande entre los corazones, los envilece, los pone a prueba y los recubre de una materia pesada mediante las artimañas de una alquimia equivocada que transforma el oro en plomo contraviniendo la búsqueda universal. Aquí la piedra Esmeralda se habría escrito con faltas de ortografía.
Afuera, las paredes parecen engullir almas, los edificios se subdividen en cavernas habitadas por cientos de personas que sudan, como yo, en espacios claustrofóbicos e indignos, no como yo. Demasiadas veces el color de la piel marca la frontera entre un aparato de aire acondicionado y un colchón mugriento. Y a nadie parece importarle. A mí ya tampoco.
Me desprendo del pantalón, empapado, para poder seguir escribiendo y la oscuridad ciega iguala mi vida a la de esos colchones acartonados por el exceso de sudor. Una vida que no he de temer porque me separa una valla, un muro custodiado por soldados de una empresa de seguridad que apenas perciben un salario de mierda por jornadas infinitas de horas de guardia en las que han de proteger un espacio tan falso como todo lo demás, como sus uniformes, como los chalecos antibalas que lucen y que no son más que piezas de tela gruesa a las que traspasa incluso su propio sudor.
Hace tiempo que descubrí que el oro era en realidad plomo cromado, y reconozco sin vergüenza que en algún momento me engañó su falso brillo, pero ahora soy incapaz de fijar la vista en nada que no sea las grietas que delatan al dorado artificial, y sin embargo lo necesito, vivo de cromar plomo en un lugar que carece de alma a pesar de que las engulle como una gran depredadora.
He visto hombres pensar que venían a comerse este lugar y salir destripados, sin corazón, sin cerebro, sin sentimientos, sin dinero, sin piel, sin huesos, sin entrañas, sin aire, sin aurea. Sin nada. Secos y vacíos como el odre de un tuareg tras semanas de caminata. He visto corazones luminosos palidecer ante la gravedad del gran agujero negro que es este lugar, y cuya necesidad de devorar todo lo que brilla es infinita. Un agujero negro sin luz, sin alma y sin salida.
Como el jugador que apuesta convencido de que en la siguiente mano ganará, nosotros jugamos con nuestra vida pensando que podemos conservarla, que un poco más, que un año más, que un sueldo más nos hará bien, nos hará libres, que no se nos notará el costo, y que la siguiente partida será la última, hasta que no nos queda ni siquiera la vergüenza mínima para mantener una mano delante y otra detrás cuando salgamos erguidos intentando parecer dignos. El agujero devora a todo el que se le acerca. Deberían cerrarlo como Chernóbil, como Fukushima, cubrirlo con toneladas de cemento y plomo. O quizá no.
Un mosquito zumba convencido a mi alrededor. Lo siento, sé que en cualquier momento clavará su maldita aguja en mi piel, y me rasco y los dedos se llenan de sudor, resbalan por la piel húmeda, por el cansancio apestoso que me recorre de la coronilla a la rabadilla. Los seco contra el suelo y sigo escribiendo un galimatías absurdo, carente de sentido y sentimientos, dos de las cosas que tenía y que el gran agujero se ha tragado. Mis escritos son vacuos, mi sonrisa la de la máscara del drama, mi paciencia un átomo y mi alma una perdida enamorada del hoyo negro.
De repente, como todo aquí, a un inesperado chasquido se suma el rugir de las tripas de algunos motores cercanos y una luz nueva me viola sin piedad. Las pupilas se achican como los sentimientos y el brillo del latón recupera su esplendor. Todo ha vuelto a la normalidad. Las señales luminosas de los equipos de aire acondicionado titilan con ilusión renovada y un chorro de aire frío se mezcla con la claridad de la casa. Si escucho con atención puedo distinguir las voces apagadas de los programas de televisión de mis vecinos, el ruido externo que copula con la claridad y el frío artificial, y sé que todo está bien, que aún podré jugar una partida más, que conseguiré el último negocio, el definitivo, el que nos sacará de aquí como lo que somos, ludópatas con suerte.