En la Nochebuena del año 2011, un cielo feo, gris, acampó sobre el lugarmás olvidado de la ciudad. La tarde inclemente vestía una lluvia menuda ygélida, desolando aún más el marchito jardín, y la dirección del centro decidiósuspender el paseo vespertino, lo que significaba una inesperada ruptura de larutina. Los pacientes se sintieron especialmente nerviosos. Las ventanas deledificio se llenaron de manos deshaciendo el vaho de los cristales. En elinterior se entreveraban los gestos obstinados, el delirio, las risashistéricas y los llantos desconsolados.
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No muy lejos de allí, Luisito ayudaba a su abuela en la cocina. Pese a sucorta edad, manejaba el cuchillo con maestría; cortaba en dados idénticos laspatatas que servirían de guarnición al lechazo del horno que ya se hacía sentiren toda la casa. Mientras, desde el comedor, llegaba el rumor de una discusión.Aprovechando la distracción de su hijo, el padre de Luisito fue a buscar losregalos al maletero del coche. Al ver la espada samurái, la madre reprendió asu marido.-¿Qué quieres? Es lo que tu hijo ha pedido -se defendió él.En la cocina, Luisito miró a su abuela. La anciana leyó la pregunta en susojos.-No pasa nada, hijo. Están repasando tu carta a Papá Noel y les habríagustado que hubieses pedido otra clase de juguetes menos… menos violentos.-Es que tengo que matar a los malos, abuela –soltó. La mujer rió laocurrencia de su nieto.La mañana de Navidad iba a ser gloriosa, por eso, durante la cena, el pequeñose mostró muy ansioso. Por eso, y porque su familia no dejó de insistirle en lanecesidad de acostarse pronto. La anciana fue la encargada de llevarle a sucuarto.-¿Tú crees que he sido bueno, abuela? --Sí, Luisito, no debes preocuparte. Anda, hijo, duérmete que Papá Noel estáal caer –le apremió la abuela y besó su frente.Su abuela le daba las buenas noches pero Luisito había dejado de oírla. Elchiquillo se hallaba concentrado en el eco lejano de los pasos de trespersonajes que tanto conocía como odiaba. La abuela, imperceptible ya para él,abandonó la habitación. Los temibles pasos se acercaron pausadamente hasta detenerseal otro lado de la puerta. Luisito cerró los ojos.*****En el ala sur del hospital se hallaba el pabellón de los enfermos quesufrían los trastornos más graves y el corredor de las celdas de incomunicados,que albergaba a los dementes profundos, proclives a la autolesión, y a losperturbados más peligrosos. Al ser Nochebuena, el psiquiatra jefe, director delcentro, trataba de agilizar la ronda diaria para llegar pronto a casa.-Veamos cómo seencuentra nuestro amigo Luis Peña –dijo irónicamente a la celadora.Una pequeña ventana metálica hizo un ruido seco al abrirse, y un haz de luzamarillento atravesó la penumbra de la celda hasta posarse sobre el rostroinanimado de Luis.-Está tranquilo, doctor, como siempre. A éste no le afecta nada: demasiadossedantes.-¿Demasiados? Ese monstruo nunca está suficientemente sedado, María. ¿O yano se acuerda? –preguntó a la enfermera. Ésta movió afirmativamente la cabeza,tocándose el rostro deformado-. Está bien, abra la puerta, Ismael –ordenó alenorme celador qué acarició la pistola inmovilizadora de su cinturón-. María,póngale 500 mg más. No quiero sobresaltos esta noche.La enfermera se mostró dubitativa y preocupada pero, finalmente, cumplió laprescripción médica e inoculó el sedante extra en el brazo del paciente.-Bien, vamos con otro –dispuso con premura el doctor.El celador cerró bruscamente la puerta de hierro, restituyendo la oscuridadacostumbrada en el interior. El sonido de la cerradura no hizo el crujidohabitual al cerrarse e Ismael dudó un instante, pero enseguida se unió alresto, restándole importancia. Dentro, lo pasos se oían alejarse. Luis abriólos ojos.*****
Luisito fingía dormir, esperando el momento adecuado. Al otro lado de lapuerta, los pasos se alejaban. Era muy temprano, aún no había salido el Sol, sufamilia todavía dormía, pero seguro que Papa Noel ya había pasado por su árbol.Bajó despacio las escaleras para no despertar a nadie.-¡Oh, gracias, Papá Noel! –exclamó. El pequeño sintió una inmensa felicidadal ver su regalo. Qué gran sorpresa les daría, pensó, y desapareció en laoscuridad de la noche.Se apresuró en volver a casa, antes de que su familia despertara. Se arrodillófrente al árbol de Navidad, colocó con sumo cuidado el regalo de su padre, elde su madre y el de su abuela, sonrió y regresó a su habitación. Se acurrucóbajo la manta y se durmió feliz.*****Los servicios de urgencia y el personal de servicio sufrían lo indeciblepara reconducir al interior del hospital psiquiátrico a los centenares deenfermos que, ataviados únicamente con sus camisones abiertos por la espalda,deambulaban en un radio de más de un km. Ahogados en semejante desbarajuste, elequipo médico buscaba con desesperación al director del centro. Minutosdespués, las luces de emergencia de la policía se abrían paso entre la bruma yel caos humano. Los detectives tardaron una hora en encontrar al psiquiatrajefe. Hallaron su cabeza junto a la de María, la enfermera, y a la de Ismael,el celador grandote; estaban envueltas en papel de regalo, y colocadas alrededordel esperpéntico árbol de navidad sintético que adornaba el salón deactividades del ala sur. La policía urgía refuerzos por radio; a su alrededor,obstaculizando su labor, se arremolinaban los pacientes que, arduamente, seconseguían retornar al hospital, los cuales, aún sin medicar, enardecían sudemencia: correteaban gritando por los pasillos, bailaban encima de las mesas ocopulaban desinhibidos por doquier. En medio de toda aquella convulsióngrotesca, tan sólo un paciente permanecía tranquilo en su celda:Luis, acurrucado bajo su manta, dormía feliz.