Revista Literatura
M de Malherida y más reflexiones que a nadie le importan un carajo
Publicado el 20 marzo 2015 por Sara M. Bernard @saramberEn la calle empieza al unísono con estas líneas un eclipse solar que tiene este aspecto, es decir, que no se ve un carajo gracias a las nubes. El mismo día que vendrá el equinoccio de primavera 2015 y después una superluna negra. Todo astronomía junta y al unísono, coincidencia histórica, de la que no vuelve hasta dentro de 20 o 30 o 50 años más adelante.
Y si nos vamos al sentido metafórico, más próximo a la astrología que a la astronomía, un eclipse es el momento de tránsito por las tinieblas hasta el renacimiento, que es justo lo que pretendo hacer desparramando los detalles de la historia por enésima ocasión. El silencio absoluto de la calle es tan sugerente como el de una mañana de domingo, porque hoy, aquí, es festivo oficial (el 19 ha pasado al 20). En varias ocasiones he desarrollado el mismo post, contando los detalles desgraciados, curiosidades y vergüenzas de toda una vida (dos terceras partes) sufriendo con la escritura. Cada año lo he ido borrando porque no acababa de entenderse; ahora se lleva la pose y ser intensito, se confundía con eso. Ahora se llevan también los cursos de creatividad, que me producen tantísima ira. Pero hay elementos que difieren de los años anteriores, lo que me permite una perspectiva muy distinta al volver a narrar lo mismo: tengo mi primer ISBN por un lado y explicaciones decentes de autores que no están muertos y comparten la misma experiencia, así que la soledad se atenúa (y ninguno es un autor español, por cierto). Tantos expertos en todo y ¡no encuentro estudios sobre el tema hasta el año 2014, coño!
Otro elemento, quizá el de mayor relevancia, es que he perdido la vergüenza y el sentimiento de culpa: porque esto es lo que soy. Por fin lo he aceptado sin reservas. Preferiría el mundo si hubiera que comunicarse por escrito y siempre he preferido que fuera así, pero del resultado final tampoco puedo quejarme. Aunque no me haya dado cuenta del proceso, he aprendido a mezclarme con la gente y tengo una apariencia de normalidad, conseguida a golpe de horas y horas en trabajos que requieren mostrarse, dialogar y convencer a los otros para que compren cosas. Pero soy lo que soy. Hasta el año 2014 no he sido capaz de expresar en voz alta que mi único deseo para año nuevo era terminar el nuevo libro.
Cambio el proceso y esta vez voy al resumir al máximo, como un telegrama. Lo básico. 11 años de edad. Asignatura de Lengua y Literatura, una profesora creativa que nos pone ejercicios múltiples de escribir relatos, cuentos y poemas. Descubro que me gusta y no puedo dejar de escribir. De hecho, es la única manera de soportar todos los años que quedan dentro del sistema educativo, hasta casi la mitad de la carrera. Si no hubiera descubierto esta actividad, quizá me habrían mandado antes al psicólogo o al pedagogo para los tests que realicé demasiado tarde y que me situaban muy a la derecha de la campana de Gauss. Pero con la nariz enterrada en mis poemas y relatos conseguí disimular normalidad en clase. Un entretenimiento, sin más. De los libros no se vive, eso no es serio. Si participo en concursos literarios es para averiguar si sirve de algo porque no hay otra manera, tampoco puedo presentarme a una de esas gigantescas editoriales con 11, 12 o 13 años, porque no van a tomarme en serio. Cuando reuna el suficiente material, se pueda llevar a imprenta y hacer copias encuadernadas (sí, amiguitos, Internet no estaba). En el futuro, cuando sea adulta.
Hasta ahí bien. Pero empiezan a ocurrir cosas. Cosas. Ataques de inspiración, los llamaba. De repente, cualquier detalle banal o importante hacía saltar un interruptor desconocido y totalmente fuera de control. Parecía como si alguien me estuviera contando al oído un relato o un poema completo, y la única manera de pararlo era sentarse a escribirlo completo. Y si me negaba a hacerlo o no podía por la circunstancia que fuera, la sensación de urgencia se transformaba en algo parecido a que ese alguien ya no te lo surrara o contara al oído, sino que lo gritara a pleno pulmón hasta dejarte sordo.
Por supuesto eran algo difuso, pensamientos independientes a los míos pero al mismo tiempo no voces diferenciadas. En ocasiones, la sensación se alejaba bastante de estar creando un texto y se acercaba más a transcribirlo. Desarrollé un pánico tremendo a no ser nomal, a que fueran principios de esquizofrenia, a la perspectiva de acabar destruida y drogada (en un época en la que incluso colocaba los paquetes de tabaco bajo los grifos, porque fumar es malo para la salud) como Poe, por ejemplo. También empezó mi afición y estudio por todo tipo de puntos de vista y temáticas relacionadas, todos los ángulos posibles desde la psicología, mitología, filosofías espirituales (orientales), meditación y un larguísimo etcétera.
Con los años, poco a poco, estas erupciones se han ido domesticando. Cambié una carrera de Ciencias por el Periodismo, de la noche a la mañana, pero así aprendí a escribir por encargo y con temas delimitados. Seguí presentándome a concursos pequeños de poesía, cuentos y relatos, y recitales-performances con mis poemas, que para eso también me había metido en Teatro.
En aquel curso alguien me sugirió la idea de tomarlo más en serio, así que recopilé y elegí entre todo lo escrito y les di forma y orden, para llamarlo libro de poemas oficial. Lo que daba acceso a certámenes más grandes que pedían poemarios y no compsiciones sueltas, aunque seguía sin rimar ninguna. En ese curso también hice trabajos extra para subir de nota en Literatura y bordé un análisis de Un mundo feliz, de cuyo protagonista (Bernard Marx) viene mi apellido. Y más aún, el carné de estudiante de periodismo me permitió entrevistar a determinados expertos para documentarme y saber qué harían ante una determinada situación. Faltaba su versión para completar la novela que estaba en proceso.
En pleno apogeo enfermé de manera absurda, como un toque de atención de que no podía tomarme nada en serio cuando ni siquiera sabía (y sigo sin saberlo) si sirve para algo. Volví a la postura anterior, esto es, escribo, escribo sin parar, pero resulta complicado diferenciar el estoy escribiendo del estoy escribiendo esto. En el mundo de ahí fuera, las obras tienen un tratamiento empaquetado e independiente que no consigo ver.
Y así seguí después de la carrera, y así seguí en el mundo laboral, y así seguí camino de la vida adulta y el futuro, escribiendo para mí, esperando, no sé muy bien a qué. Llegó un punto en que dejé de hacerlo, como decisión voluntaria, para darle prioridad al estrés laboral.
Hasta que la crisis económica me plantó un zasca en toda la boca. ¿Abandonar qué, chalada? ¿A qué futuro adulto esperas? ¿Cuándo? Así que en los últimos cuatro años he ido descubriendo un mundo absolutamente desconocido: nuevas generaciones de escritores, cuando ni siquiera estoy incluida en la anterior; poetas de 20 cuyos versos no riman ni queriendo pero que nadie les dice esto es mierda, que no rima, hay que quedarse en la tradición sino que les publicaban libro tras libro; centenares de nuevas editoriales independientes, locales, de barrio, de feria, donde se puede intentar mover un proyecto un centenar de veces; varios métodos que superan con creces el de la imprenta, la encuadernación y repartir las copias en mano, de hecho un texto puede llegar a México, América o Australia con el mastodonte de Amazon.
Antes de todo eso, he tenido que superar el ¿estrés? al empezar de cero, supuesto cero, y comprobar con vergüenza que la negación consciente no ha servido, que 25 años después los ataques de inspiración siguen ahí (aunque ahora controlados). Que escribir no es tan importante ni tan raro porque todo el mundo lo hace, que publicar no es tan raro porque todo el mundo lo hace, que no hay que sentir culpabilidad dolorosa ni vergüenza si, de dos horas delante del ordenador, se prefieren gastar 105 minutos en escribir (que no va a ningún sitio o no le interesas a ninguna editorial) y 15 en apuntarse a ofertas de infojobs porque un adulto necesita un empleo mientras escribe al vacío, aunque sea reponer papel higiénico en un supermercado.