Museo del Prado
De paso por Madrid, me debatía entre visitar sus tradicionales sitios turísticos de postal, léase; Puerta de Alcalá, Cibeles, estación de Atocha, la Gran Vía, el Santiago Bernabéu -aunque soy culé, me interesaba visitar el fortín rival-, etc. o darme una vuelta por sus museos más importantes. Principal inconveniente, la voracidad del tiempo (sólo tenía un par de días). Sabiendo que quizá no tendría otra oportunidad en la vida, elegí lo segundo. Siendo un crío alucinaba contemplando las principales obras pictóricas de la Humanidad, que ilustraban mi viejo y querido Larousse y otros libros. Y cuando puse pie en la capital española se me vino inmediatamente a la cabeza, la idea de verificar por mis propios ojos tales obras de arte. ‘Ver para creer’ dicen. Casualmente, esos días en que el otoño concedía un bellísimo tono a los parques y avenidas de la ciudad, se exponía una muestra itinerante de Rembrandt. Así que tomé boleto y aguardé pacientemente en la fila de curiosos por ver la colección del notable pintor holandés. Entramos, a los pocos minutos el salón rebosaba de gente, entre tropiezos buscaba identificar los cuadros más importantes, reconocí algunos, pero extrañamente no estaba el ejemplar que más deseaba conocer, el enigmático ‘Autorretrato con dos círculos’. Primer chasco.