Revista Literatura

Magos

Publicado el 09 enero 2010 por Yopo
MagosCon 7 años, el pequeño Manuel, al que todos llamaban Manu, seguía creyendo en los reyes magos. Antes de coger las vacaciones de Navidad, le dijeron en el recreo que los reyes no existían, que eran los padres. Se le vino el mundo encima, pero se negó creerlo. Él veía mucho más factible que los reyes pudiesen recorrer el mundo en una noche, dejando regalos a todos los niños. Porque si no, ¿quién se comía el turrón que él dejaba cada año para los reyes?
El 5 de enero, tras dejar la leche y el turrón sobre la mesa del salón y poner sus zapatillas bajo el árbol de Navidad, el niño se fue a la cama con un único propósito: Demostrarse a sí mismo que los reyes existían, y que papá y mamá no tenían nada que ver en todo eso. Por ello intentó no dormirse con todas sus fuerzas, sujetó sus párpados con los dedos, pero a pesar de sus esfuerzos, Morfeo venció.
Había pedido a los reyes una bicicleta y un parking de cuatro pisos con gasolinera, para jugar con su colección de coches. Quizás fue precisamente soñar con sus regalos, lo que hizo a Manuel despertar. Abrió los ojos y sonrío, pensando para sus adentros que tal vez no fuera demasiado tarde. Escuchó ruidos en el salón. Se acercó a la puerta entreabierta y vio a su padre tomándose la leche y comiéndose el turrón que él había dejado para Melchor, su rey mago favorito. Bajo el árbol había una caja cuadrada, envuelta en papel dorado. Pero ni rastro de la bicicleta. Una lágrima surcó su rostro al pensar que en el cole tenían razón. Volvió sin hacer ruido a su habitación.
Oyó a su padre acostarse, pero él ya no podía dormir. Cuando la casa yacía en silencio, un sonido extraño le sobresaltó. Se levantó de nuevo, y le faltó tiempo para plantarse ante la puerta del salón, ahora cerrada, y mirar a través del ojo de la cerradura. Allí estaba Melchor, que ayudado por Gaspar y Baltasar colocaban,
al lado del árbol, una bicicleta gigante con un radiante lazo rojo.
El pequeño fue corriendo a la cocina, llenó un vaso de leche y cogió unas galletas. Regresó al salón, abrió la puerta de par en par, y vio la flamante bici nueva, pero ni rastro de sus majestades. Manu sonrío. Por algo les llamaban magos.

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