Esta es una anécdota en partes: la #53 en la saga del Dr. Kovayashi.
< Makraff y los hombres-hormiga (VI) | Continuará… >
La oración por Enriquez se extendió por más de veinte minutos. Desde el principio, Kovayashi había adoptado la postura de los seres realizados. Aunque ideal para la meditación, siddhâsana distaba mucho de ser perfecta: pequeños calambres en las pantorrillas y un dolor punzante, sutil aún, en la zona lumbar lo demostraban. Con cierta nostalgia había palpado la estrella letal entre sus ropas, aunque rechazaba la idea de tener que usarla contra Makraff, incluso en defensa propia. Kovayashi maldecía el momento en el que el Dr. Yang se la había regalado, e injustamente lo culpaba por las aventuras que había tenido que afrontar al poseer semejante arma. Durante los últimos años venía sintiendo el avance de la edad sobre su cuerpo, y esa era la raíz de su frecuente mal humor. Por el contrario, cuando se amigaba con la vida reconocía que Yang le había obsequiado un arma excepcional contra el envejecimiento: eliminar escoria del planeta era un ejercicio, y el ejercicio siempre sienta bien. ¿Terminaría Makraff siendo un bastardo como Kandraski? ¿Alcanzaría en algún momento la categoría de escoria? Imposible saberlo. Hasta el momento sólo había actuado como un decente capitán y anfitrión, además de un inmenso charlatán. No obstante, algo en su personalidad lo prevenía de bajar la guardia y de creer que todos llegarían a Buenos Aires sin problemas.
Como incondicional de la inducción y del falsacionismo, Kovayashi hipotetizó que el capitán reanudaría su relato detallando cómo la ola había desencallado el barco y de qué manera su pericia inigualable al timón le había permitido girar y tomar la ruta correcta hacia el mar.
—¡Boludeces! —gritó el doctor para sus adentros—. La energía cinética de una ola de ochenta millones de litros es suficiente para despedazar un barco de morondanga clavado en el barro. Lo mismo le sucedería a cualquier auto que pasara a más de 60 km/h por las cunetas de Buenos Aires.
Kovayashi aborrecía la mentira tanto como las milanesas de Solanum melongena. Aun cuando admitiera la baja probabilidad de que existieran los hombres-hormiga, que según la descripción de Makraff ni siquiera pertenecerían a la especie sapiens, la historia del escape de ese pantano no podría ser menos que un grosero embuste. Con tal de salir con vida de allí, Makraff debió haber pactado atrocidades con esos seres, incluyendo barco, carga de frutas y tripulación. De hecho, el Timor ni siquiera era aquél del pantano. Todos estos eran hechos que para Kovayashi no necesitaban falsificación popperiana.
Otra de las preocupaciones que ocupaban en simultáneo el cerebro del doctor era el ánimo de sus peludos amiguitos. Desde que habían abordado el Timor miraban con un dejo de melancolía, o al menos eso parecía, la vegetación costera, la selva, los árboles de ramazones altísimas y los brotes y frutos deliciosos que de ellos colgaban. La selva era su hogar, y por más que desearan probar suerte en la ciudad, su destino de cemento sería definitivo: el viaje no tenía boleto de regreso. Por esta razón consideró arrojarlos al agua cuando el barco se acercara a la costa. Los extrañaría, pero sería lo más adecuado para con esas criaturas.
—¡¡Maldito sea, Kovayashi, ¿acaso no desea escuchar el final de mi historia?!! Dígalo y callaré hasta destino. —Makraff sonó amenazante como el refucilo sin trueno que anticipa la piedra.
—Le ruego me disculpe, capitán, soy todo oídos.
Una sonrisa al bies abrió un tajo entre los cachetes del capitán. Después de incorporarse torpemente y sin dedicarle un ápice de atención a Patinho, que irrumpió en cubierta con la acostumbrada bandeja de carne asada, Makraff se acomodó la barriga por fuera del cinturón y empezó a hablar.
Continuará…
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