Esta es una anécdota en partes: la #54 en la saga del Dr. Kovayashi.
< Makraff y los hombres-hormiga (VII) | Continuará… >
— “Coincidirá en esto conmigo, doctor: hay ocasiones en que la vida se nos revela precisamente cuando no podemos apreciarla. Algo escapó a nuestros sentidos durante la subida a la represa hormiga; un cambio en la orientación de la pendiente. Podría argumentar que el cambio era imperceptible, aunque me —y los— estaría engañando. Avanzaba cegado por mis ansias de liberar al Timor del pestilente pantano y de los hombres-hormiga. Dios sabe cuánto odiaba el asedio de esas criaturas… Tanto que, de haber podido, los habría aniquilado sin importar la manera. Mas el temor al castigo divino estranguló aquellos instintos. Sin mejores alternativas, debía alejarme rápidamente de ese lugar maldito. Como un cobarde”.
Kovayashi y sus primates amigos mantuvieron un silencio contemplativo. No encontrando obstáculo alguno, el capitán prosiguió.
— “Notamos algo extraño mientras bajábamos a toda carrera hacia el pantano, Xico, Arnolfo y yo, impulsados por el miedo, intentando evitar que la masa de agua nos deglutiera. En cierto punto del plano inclinado que terminaba en el pantano, no muy lejos de la orilla, esa gigantesca ola se bifurcó como la lengua de la anaconda. Cual perseguido por un Dæmonia, crucé la orilla y me hundí en la inmundicia. Fui afortunado, doctor; a babor, Patinho había descolgado la escala que nos permitiría llegar a cubierta. Lo que se dice, un amor de muchacho”.
— “En mi entera vida de surcar aguas de todo tipo y color, nunca había estado recubierto por material orgánico alguno semejante a aquel, tan maloliente y resbaladizo como la piel de las babosas. Bien conocen ustedes mi fortaleza de vientre, amigos, o al menos la suponen”, dijo Makraff animadamente, al tiempo que sacudía los flancos de su voluminosa barriga con ambos codos. “No obstante, he de confesar antes vosotros: fue inútil pretender frenar el asco; hubo una sucesión de arcadas… Mis fauces se convirtieron en un géiser de ácido y culminé eyectando todo el contenido de mi estómago sobre aquellas aguas muertas”.
Bien sea por el crudo relato o por recordar vívidamente las imágenes narradas, la oscura piel de Patinho había virado a la palidez del moribundo. Este detalle no escapó a la fina percepción de Kovayashi.
— “Las dos olas alcanzaron el pantano en el mismo instante. La primera embistió de lleno el casco del Timor por babor, sacudiéndolo hasta casi el punto de hacernos caer, cosa que, por fortuna o por obra del Todopoderoso, no sucedió. La segunda ola alcanzó el pantano un cuarto de milla delante del barco. Esa agua límpida se deslizó hacia nosotros por sobre la inmundicia tal como si se tratara de una capa inmiscible, como agua sobre aceite. La quietud de aquellas aguas caldosas apenas se alteró”.
— “Ahora bien, analicemos en profundidad mis palabras, amigos, para que no hayan sido pronunciadas en vano. Tal vez ustedes se pregunten qué alcance tiene ese apenas. Pues bien, al escurrir superficialmente hacia la proa del Timor, el agua clara puso en movimiento millares de burbujas de gas metano, que luego de explotar enrarecieron aun más la atmósfera con un olor nauseabundo. Nunca se olviden, amigos, de sopesar cada palabra que escuchan”. En este punto, el capitán se dirigía exclusivamente a Nikola y a David.
Los monos asintieron a la par con un gesto inequívoco.
— “Lamento contarle, doctor, que ni la suma de ambas olas fue suficiente para despegar al Timor del fondo. Habíamos jugado la última carta, y la habíamos jugado mal. Nuestros músculos serían cenados por los hombres-hormiga. Entonces tuve una idea maravillosa: alivianaríamos peso tirándonos al agua cual lastres de un globo aerostático. Obvio es, doctor, que mi cuerpo representaba la mayor proporción del peso. De cabeza fui a parar a la ciénaga, y esa vez alcancé ese fondo fétido que nunca vio la luz. Patiño y Arnolfo se zambulleron tras de mí. ¡Cuán difícil es explicar el amor que siento por mi navío! Respondió subiendo casi 30 pulgadas, y así la quilla se liberó del fango. En ese momento, los marineros treparon por la escala y luego yo los seguí, aunque sin subir por completo. No había tiempo. Arnolfo hizo girar 180 grados el barco sin tocar ni un solo neumatóforo y comenzamos a navegar hacia aguas más seguras. Ya llegaría yo a cubierta más adelante, cuando no hubiera hombres-hormiga en la costa”.
Kovayashi, abandonando su postura siddhâsana, escuchó a Makraff relatar cómo había trepado hasta la mitad de la escala con el barco en movimiento, y cómo su espalda había sido alcanzada por una nube de flechas justo antes de cruzar el límite del territorio-hormiga. El capitán perjuró que había quedado cribado como un rallador de queso.
Por su parte, el doctor no necesitó aplicar mucho poder de cálculo para saber que el Timor habría ascendido, a lo sumo, tres cuartos de pulgada en lugar de las 30 que aseguraba Makraff. Aunque semejantes embustes carecían de explicación para él, no tenía la menor intención de interrumpirlo porque llegar al final de aquella fantasía delirante implicaría volver a enfrentarse a otra bandeja repleta de carne asada. Sin dudas, vomitaría sin solución de continuidad y eso lo pondría al mismo nivel que el voluminoso capitán.
En ese momento, Makraff giró sobre sus talones, se dirigió al grupo y dijo animadamente: “Así terminó la historia de mi valiente escape de los dominios de los hombres-hormiga. Ahora sí, a comer. ¡Xico… trae la carne, valiente muchacho!”.
Habiendo escuchado tales palabras, Kovayashi asomó la cabeza por la borda y descargó todo el contenido de su estómago en las claras aguas del río.
Continuará…
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