Málaga se siente viva y por sus venas corre sangre fenicia, romana, árabe y castellana. No le asusta el paso del tiempo ni trata de ocultar esas arruguitas que luce con orgullo a ambos lados de la boca, de tanto sonreír. Es una gran cocinera y, si la tarde comienza y el estómago nos lleva en volandas hasta cualquiera de sus restaurantes, chiringuitos o tascas, ella nos sorprenderá con una gastronomía fresca, deliciosa, pesquera, rica en matices y (aún así) tradicional... que regará sin complejos con vino helado y dulce de sus propios viñedos.
La sobremesa la pasa al sol, saboreando con calma el sonido de una guitarra española que se desparrama por las esquinas de la Plaza del Obispo. Aprendió hace tiempo a disfrutar de cada momento, a no tener prisa, a ser feliz, y se siente dichosa mientras contempla la Catedral sentada en el borde de la fuente de piedra. Pero cuando las campanas dan las seis, la brisa se vuelve más fresca e invita a continuar su periplo calle abajo, hacia el puerto. Así es como el Palmeral pinta sus ojos de azul y vuelve salado su aliento, y ella no puede contenerse y regala exclamaciones de emoción a los que pasean a su lado por el Muelle1 y tienen el privilegio de contemplar la majestuosidad del paisaje.
Al caer la noche la luz no desaparece. La bahía de su sonrisa se vuelve entonces plateada, el olor a dama de noche y biznaga se extiende por las calles y el embrujo andaluz te baña los pulmones y el alma. Y entonces, cuando menos te lo esperas, ella aparece con los labios pintados de rojo fuego, se acurruca contigo en un banco de la Misericordia y te canta una soleá al oído bajo las estrellas.
Ya no hay vuelta atrás; Málaga te ha hechizado.