La melancolía es la felicidad de estar triste. Victor Hugo.
El café esta tarde sabe más ácido y amargo, y desde los rascacielos que diviso se estremece el tiempo. Cae la noche austera, plomiza, como un destartalado punto de interrogación.
Yace inexorable el tiempo bajo lágrimas de azúcar, mezclándose con las redes que me atan a este insumiso letargo.
Ayer hablamos de exilios voluntarios, de los que elegimos un día, exilios dorados con los que nos comprometimos aquel día no tan lejano. Quería cambiar el mundo. Quisimos cambiarlo todo y fue al contrario: nos quedamos en la incomodidad de los pronombres como algo más interesante. Por cierto, los pronombres, a pesar de todo, tampoco siguen sonando igual.
Y así me exilé de tu boca, de mi mar, y del silencio intrínseco de las vagas noticias que cada vez y más esporádicamente llegaban y llegan de allí. Aquí aprendimos a ser siluetas que se perfilan en medio de una muchedumbre bajo el desgarro de las raíces que no logramos arrancar de cuajo.
Mejor quedarnos entonces con las conjunciones que unen, sólo con ésas. Y, e inevitablemente, nos dijeron entonces que no.
Hace años que ya no distingo los adverbios de lugar, se han disfrazado en un espacio despojado de tiempo. Los de tiempo, es mejor que maduren solos, que envejezcan.
Son maraña de un limbo en el que se entretejen aún aquellas miradas de un dulce veneno bajo un eterno punto de exclamación.
¿Maldita puta melancolía!
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