El rictus de Malena era tan macabro como el de un payaso asesino de esos que protagonizarían una película de terror de serie B. Miró a la mujer que yacía en el suelo y sonrió.
Carlos hablaba con una voz metálica y cansada, pedía que se calmara, rogaba que dejara ver cómo estaba ella e insistía en ayudarla para evitar que muriera, pero Malena solo miraba a la mujer con gesto de triunfo. Su cuerpo, inerte sobre una gran mancha de sangre, estaba en una extraña postura. Tenía una herida en el costado donde Malena había hundido el cuchillo y pensó que estaba muerta, aunque después pudo observar el ligero movimiento de su pecho a causa de su casi imperceptible respiración. Rezó por su mujer, aunque no creía en Dios ni ángeles, ni en cielo ni en infierno. Hacía tiempo que solo creía en él y en la mujer cuya vida se escapaba por el costado sin poder hacer nada para evitarlo.
Por su mente pasó como un flash aquella noche en que Malena cogió su maleta y se fue. Nunca supo por qué se marchó ni por qué lo hizo así, sin dar ninguna explicación. Destrozado, no pensaba más que en ella y en cuánto amor le había quedado por entregar a esa mujer. Un día conoció a Elena y la olvidó. Sin embargo, entre las sombras, ella le seguía queriendo con un modo peculiar de amar, a su manera, egoísta y absurda, del modo que aman los cobardes y los narcisistas. Esa noche, Carlos imaginó que, en realidad, nunca se fue y siempre estuvo detrás, como pantera al acecho, como sombra. La relación con Malena siempre había sido complicada. Esa noche descubrió de quién se enamoró. Esa noche supo de la máscara de aquella mujer y de su maldad. Esa noche, averiguó al ver el cuerpo inerte de Elena yaciendo en la acera, que Malena estaba completamente loca.
Elena, a quien él llamaba cariñosamente "Ele" le devolvió a la vida. Ella era alegre y confiada, un corazón generoso, un alma blanca. En el mismo instante en que el último recuerdo abandonó la memoria de Carlos, y Malena lo supo, enloqueció y tomó la decisión de recuperarlo del único modo en que una mente desquiciada puede hacerlo: con dolor.
Aquel atardecer Carlos y Elena paseaban cogidos de la mano tras haberse perdido entre las callejuelas del Barrio de las Letras de Madrid. Ella hacía planes de futuro mientras Carlos sonreía y miraba sus ojos negros. No esperaban lo que pasó un segundo después, pues la felicidad no espera cuchilladas de infortunio. Entre las sombras apareció Malena que gritó y se abalanzó sobre Elena. Cuando Carlos quiso reaccionar ya fue demasiado tarde. Cayeron los planes, las risas, los sueños, se le cayó la vida entera. Malena rió, lo amenazó con el cuchillo, escupió a la noche y a los abrazos enamorados y dijo que él era suyo y de nadie más.
En ese momento Carlos despertó. Estaba empapado en sudor y temblaba como una hoja. Miró a su alrededor confundido y descubrió a su lado a su esposa, que dormía plácidamente. Observó su cuerpo desnudo, tocó su piel caliente y contempló la enorme cicatriz de su costado. En ese instante comenzó a llorar.
Elena se despertó sobresaltada y preguntó a Carlos. "Una pesadilla, amor, volvamos a dormir". Nada dijo sobre la carta que había recibido de Malena, unas horas antes, enviada desde la cárcel. No había necesidad alguna de meter fantasmas en la cabeza de su esposa pues aquellos espectros eran solo suyos y no de la mujer a la que amaba. Elena acarició su rostro y le pidió que se tranquilizara. Cogió sus manos y le prometió que nunca le dejaría solo. Él sonrió y se durmió abrazado a su mujer.
A la mañana siguiente, rompió la carta y escribió unas líneas a Malena:
"Ya no eres ni siquiera un fantasma, ni siquiera pasado. Eres la nada, el vacío, el olvido. Eres cero. Te deseo la mejor de las fortunas cuando salgas de la prisión. Ojalá dejes de ser un alma negra. Hay vida después de lo que tuvimos. Yo hace tiempo que te olvidé y ahora soy inmensamente feliz".