Revista Literatura

Malentendido

Publicado el 16 abril 2011 por Gasolinero

Es de todos conocido, incluso aceptado, que los malentendidos y sobre todo, los juicios de valor apresurados, los carga el diablo, en cualquiera de sus personificaciones. A ti mismo, diligente lector, estos malos entendimientos te habrán traído inconvenientes y desagradables sorpresas.

En el referido, recurrido y recurrente colegio en donde acabé la egebé, se practicaba, cómo tengo contado, el balonmano; con bastantes buenos resultados, por cierto.

Esta escuela se llamaba «José Antonio», en honor al fundador de la falange, aún se llama de esa guisa. Comúnmente se nombraba cómo «Colegio de Maternidad» ya que estaba al lado del dispensario obstétrico y compartían patio. Sabiamente la gente de los pueblos siempre hemos llamado a las calles o a los edificios por su nombre primigenio u obvio, ignorando el que figura el la placa, regularmente cambiado por quien ostenta, o detenta, el poder en cada momento.

A propósito de la vecindad de la escuela con el paritorio, hay una anécdota, tal vez apócrifa, referida a un famoso, alto y gordo panadero de entonces, apodado «Bocafragua» y que elaboraba las mejores magdalenas de la localidad. Estaba el citado maestro de pala sentado en un poyo que había en la esquina frente a los dos negociados, cuando llegó una clienta y conocida suya  a recoger a un nieto tras las clases.

—Buenas tardes, Jesús —le dijo la señora— ¿Tú también estás esperando a un niño?

—¡¡¿Yo?!! —exclamó sorprendido— ¡¡¡Que coño!!! Es que estoy así de gordo —mientras se daba manotadas en la inmensa panza—

Al terminar nuestra escolarización en la institución, formamos un equipo con antiguos alumnos, también mayores, incluido el entrenador. Ese mismo verano comenzamos con los entrenamientos. Usábamos una pista polideportiva que había en el campo de deportes municipal. Al acabar el deporte utilizábamos los vestuarios y duchas anejas. Lo refiero porque para nosotros fue una grata sorpresa el poder asearnos tras el entrenamiento y no tener que esperar a ducharnos al llegar a casa, cómo ocurría en el colegio.

A las pocas semanas el entrenador nos inscribió en un torneo veraniego para equipos juveniles de la provincia. Jugaríamos contra dos escuadras de Ciudad Real y una de Puertollano. Nuestro debut en el torneo sería en la capital un sábado por la tarde.

Nos preparamos para tal fin y llegado el día, hicimos el viaje en autobús. Durante el trayecto, hay cien kilómetros entre Tomelloso y Ciudad Real, el entrenador nos fue contando sus averiguaciones sobre el equipo rival. Se llamaba «El Prado»; unos chicos de un colegio; iban a octavo y entrenaban dos horas a la semana; pan comido. Todo el viaje fuimos ufanos vendiendo la piel de los culipardos antes de cazarlos.

El autocar llegó con una hora de antelación. Durante ese tiempo estuvimos confraternizando con el equipo rival. Nos extrañó la confianza que demostraban con los conserjes del pabellón, entonces sin darle mayor importancia. Después, hablando con unos y con otros, nos dijeron que eran un equipo de juveniles, que habían salido del colegio «El Prado», famosa institución marianista de  Ciudad Real, que entrenaban dos horas al día y que se habían quedado los octavos nacionales en el campeonato de juveniles.

No nos pudimos volver.

Jugamos el partido. Llegamos ir tres a tres durante algunos minutos. Cuando acabó el encuentro el marcador señalaba cuarenta goles a tres, a favor de ellos. Con el tiempo supimos que  habíamos jugado contra el equipo que subió a Ciudad Real a la división de honor, José María Barreda Fontes incluido.

Del citado campeonato, no ganamos ni un partido.

www.youtube.com/watch?v=QvFLBs9S8FY


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