Aquella mañana se levantó con los huesos doloridos y retazos de ilusión del Día de Reyes pasado.
Por su cabeza pasó la tentación de desayunar y salir corriendo a pasear. Un sol juguetón entraba por la ventana haciéndole guiños de complicidad y eso le animaba.
Amaba el sol y la vida.
Desde siempre entre ella y el sol se había establecido un idilio de amor, por eso se asomó a la ventana y se dejó besar por él.
Pero también era amante del orden y la limpieza. Comenzó a levantar alfombras, perseguir pelusas, frotar una y otra vez hasta convertir la casa en lo más parecido a una batalla campal.
Un sonido de violines le acompañaba en tan ardua tarea, porque había aprendido con el paso de los años que la música era la mejor compañera de viaje.
Absorta en las notas del violín, se dejó llevar por unos instantes al séptimo cielo. A su lado, el escobón perezoso se dejaba caer.
Después, improvisó un baile con él, como si de un príncipe de tratara.
La gata que dormitaba en el sillón, despertó risueña y quiso sumarse a la fiesta.
Si algún vecino curioso, se hubiera asomado por la ventana, hubiera pensado que aquella mujer no estaba en sus cabales.
Pero hacía tiempo que ella había dejado de importarle las opiniones de aquellos que todo lo pasan por el tamiz de su propio juicio.
Había perdido la cordura y se dejaba llevar siempre que podía de su puntito de locura.
¡Ay! si no que duro resulta todo...
Al cabo de un par de horas, nada parecía igual: los muebles habían recuperado su brillo, por los limpios cristales entraba el sol a raudales y hasta parecía se respiraba mejor.
Uff...con tanto trajín se le había abierto el apetito.
Se dispuso a comer algo ligero para contrarrestar las comilonas de las fiestas pasadas.
La paz y el silencio se había adueñado de la casa y todo parecía estar en orden.
El sol se asomaba curioso a la estancia cotilleando lo que allí ocurría.