Revista Literatura

Mañanita de niebla, tarde de chistes malos

Publicado el 24 noviembre 2012 por Gasolinero

Las mañanas de niebla necesariamente me recuerdan a un pariente. Esta tierra del Señor —en la que los barrenderos solo limpian las calles principales, en el resto cada vecino asea su cuota parte de carrilada y las hijas de los camineros, con gafas de culo de vaso, se tatúan la última rosa del verano en la paletilla— es muy dada a las nieblas cerradas y a los refranes.

—Mañanita de niebla, tarde de paseo.

Mi pariente, ya fallecido, era alto y rubio como una copla aguardentosa. Consiguió vivir cerca de cien años sin mostrar ningún asomo de piedad o empatía hacia el género humano. Vestía casi siempre de negro, como un juez, pero sus sentencias eran crueles e injustas.Mañanita de niebla, tarde de chistes malos

Sobrevivieron media docena de sus hijos, tres y tres, en cuanto pudieron sujetar una azada los mandó al campo. No discriminaba por razón de sexo. Ni de género. Él se cortó la coleta con poco más de cuarenta años y ya no dobló el lomo en el resto de su vida. Solo hacía cuentas. Siempre estaba resolviendo operaciones, de todo y en cualquier papel: los márgenes del periódico, un sobre del banco, el prospecto del frenadol… Sumas, restas y multiplicaciones infinitas, intentando prever el futuro. Cuentas de la lechera escrutando a cuantos kilos saldrán las viñas,  el valor del vino o el interés del plazo fijo.

Estaba suscrito a un diario y a un semanal de sucesos, El Caso, que con titulares en rojo avisaba de los crímenes más truculentos con adjetivos terroríficos. Leía moviendo los labios y echándose la boina para atrás, se le acumulaba la saliva en la comisura de los labios, se ponía las gafas “de cerca” en la punta de la nariz. Repasaba la prensa con tranquilidad, sentado en una silla baja y con el respaldo sujetándole el brazo derecho. Mientras, sus hijos adolescentes cavando en un majuelo.

Era de un hieratismo desconsolador, pero él se pensaba graciosísimo. Contaba chistes malos, mal contados, deslavazados, pacatos y melancólicos. Tras acabar el cuento nadie se reía; depués de una mínima pausa valorativa siempre decía lo mismo.

—¡Pero leche! ¿No os ha hecho gracia? ¿No lo habéis entendido? Os lo repito —y volvía a darle.

Insistía en un zagalillo que apacentando las ovejas, una pareja de la pestañí le inquirían diversas cuestiones. El pastorcillo respondía con ironía y gracia —por decir algo—.

—¿A dónde va este camino, pastorcete?

—A ningún sitio, ¿no ve qué no se mueve?

Quevedo era uno de los principales protagonistas de los chascarrillos. Una suerte de Jaimito ingenioso y taimado que por medio de un ramo de flores le señalaba a la reina de España que estaba más coja que un serrano. En las mañanas de frío y niebla cerrada como la de hoy, siempre contaba la misma anécdota del señor de la Torre de Juan Abad:

El Rey paseaba por Madrid en su carroza, a lo lejos ve a Quevedo andando por aquellos callejones de los Austrias, embozado y con un sombrero puesto (por lo visto, el poeta estaba más calvo que una bombilla, según mi pariente). El monarca llama al escritor y éste se acerca a la ventanilla del faetón, sin bajar el embozo ni quitarse el gorro. El  Felipe de turno recrimina al literato por estar cubierto delante de su Dueño y Señor y el caballero de Santiago responde en verso:

«En las mañanas de frío

los amigos verdaderos,

ni se dan los buenos días,

ni se quitan los sombreros».

Y tras el minuto de silencio, vuelta a empezar.


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