Una vez hace un porrón de años, cuando yo debía tener alrededor de 12 o 13, salí al balcón de casa y me encontré un camaleón. No tengo ni idea de dónde salió, si trepó hasta allí (¿los camaleones pueden trepar hasta un cuarto piso?) o si se cayó desde algún balcón de los pisos superiores. La cuestión es que estaba ahí quietecito, subido a la rama de un geranio reventón. Miraba al horizonte con un ojo y me observaba a mí con el otro, por lo que lo nuestro fue amor a primera vista.
Me acerqué para estudiarlo mejor - era la primera vez que veía un camaleón en directo- y decidí ponerle Manolo porque me recordaba a un señor del barrio de mis abuelos que se llamaba así mismamente. Y mi Manolo parecía estar a gusto allí en mi compañía, y yo en la suya, aunque no tenía ni idea de cómo cuidar a un camaleón.
Estuvo una semana dando vueltas pausadas por mi balcón. Comiéndose los bichitos, poniéndose colorao al pasar por los geranios, enroscando su colita de alien alrededor de mi dedo. Me gustaba su ritmo de vida: sin estreses, así como yo quería la mía. Me sentaba a su lado a observarlo cada tarde cuando volvía del cole, y así se me hacía de noche sin hacer los deberes ni ná.
Y Manolo me enseñó a quedarme muy quieta ante los peligros, sin mostrarme como una amenaza. A esperar al momento indicado para dar caza a mis enemigos (él lo hacía con la lengua; yo sigo perfeccionando la técnica a día de hoy) y a estar siempre alerta y no fiarme de nadie. A ser voluble, adaptarme al medio, a cambiar de muda o de piel cuando la anterior ya no me sirve, mimetizarme con el entorno. A volver a ser verde cuando estoy en confianza. A disfrutar de las horas de sol y descansar cuando llega la noche y hace más frío. A sentirme bien estando sola, sin necesitar a nadie.
Manolo desapareció de mi vida tal y como llegó y, aunque sus enseñanzas me acompañarán el resto de mis días, nada ni nadie llenará su vacío. Espero que allá donde haya pasado su existencia haya sido muy feliz zampando arañitas y durmiendo siestas al sol. Iba a decir que seguro que se casó con una camaleona buenorra de ojos ausentes y pestañas interminables, pero los camaleones son un poco como yo y lo del matrimonio no se les da demasiado bien.
Era un tipo majo, mi Manolo.