Observo mis manos, algo agrietadas y resecas. Me molesta que multitud de manchas circulares hayan aparecido hace unos años, me recuerdan a las de mi madre.
La edad no perdona, aunque siga comiéndome las uñas como solía desde que tengo memoria, mis manos ya no son las de un crío, ni el resto de mi cuerpo. Cada vez acudo a más funerales, detesto que la mayor parte de mi vida social se reduzca a esto, pero son las únicas invitaciones que recibo.
Dejé la rutina de acudir cada mañana al trabajo, apenas recibo llamadas de los antiguos compañeros, está claro que apenas dejé huella. O no, mi despedida, como no podía ser de otra manera, fue acudiendo a Magistratura de Trabajo por haber puesto una demanda contra la empresa.
Creo que fue la traca final, después de casi cuatro décadas circulando por empresas en las que apenas encontré empatía, ni por los dueños ni por sus cipayos. A éstos nunca los soporté, pandilla de hijos de puta.
Afortunadamente sobreviví no sé cómo, no me lo pregunten. Desde mi más tierna infancia, pasando por el instituto, cómo no en la mili y por fin en mi etapa laboral, aguantando a esa pandilla de cabrones. Creo que nunca entendieron que mi sonrisa era la muestra de desprecio que sentía por ellos.
Si resistí, fue porque siempre a mi lado tuve a los mejores. Chavales que me echaban el brazo por el hombro y me pasaban los apuntes. Tiarrones pelados al cero como yo que compartieron conmigo su chusco para chasco del furriel. Hombres con mono de trabajo que me ayudaban a enderezar piezas, evitando que el encargado del taller me volviera a abroncar. Una muchacha pequeña de estatura y grande de corazón que me acompañó cuando el mobbing que padecía, amenazaba con hundir mi moral.
Al final de eso se trata la vida, de mirar atrás y hacer un corte de mangas a unos y de decir gracias de todo corazón a los otros.
Tony Montón in memoriam