El viernes por la noche anduvimos de vinos y pucheros por Tomelloso. Una iniciativa de los hosteleros, bodegueros y el ayuntamiento de la ciudad para fomentar el consumo y que el personal salga. La cosa es sencilla, en 30 bares y restaurantes y por dos euros te ponen un vino y una cazuela de guiso. Por cuatro o seis euros te vas a casa comido o cenado y por diez pintón, además. Como quiera que la cobertura 2.0 de la campaña la ha realizado @jbenitol y un servidor, pensamos organizar una quedada a través de las redes sociales para darle una vuelta de tuerca a la promoción y a nosotros un homenaje.
Por cierto, que la preparación nos ha hecho tener que recorrer las treinta tabernas en esta última semana. Retratando los pucheros, tomándoles referencia de las especialidades y todo lo necesario para componer una web vistosa. Llevaba uno ya ni se sabe sin salir de bar en bar como la falsa monea. Desde que dejé las uvas pisadas y la crisis esta hizo que cambiasen las prioridades. Mientras esperamos, en algunos tomo apuntes del natural: “Habla de temas legales a gritos, impúdicamente. Pronuncia algo de un pagaré para febrero, mira el flan con nata mientras le clava la cuchara. El otro, el forastero trajeado y con gemelos de oro susurra y a la vez mete y saca papeles de un maletín de piloto que parece un pozo sin fondo”.
El asunto es que en un momento determinado de la reunión, en un sitio encantador y recién descubierto, uno de los asistentes propuso la idea de presentarnos con nuestro nick en Twitter, la antigüedad, los seguidores y el número de tweets (o de tuis, como ahora se dice). Cuando llegó mi turno conseguí escaquearme; no está bien poner a nadie en un aprieto.
Ese episodio —y el hecho de estar más seco que la mojama— me han hecho que esta mañana repasase mentalmente mi estancia en la recurrente red del pardal.
También, antes de que se me olvide, en el último garito de la noche anduve debatiendo con unos facebookeros. Les dije que la red del libro de caras es como torear de salón. Lo que dices solo lo leen quienes tú has autorizado previamente, con lo que es muy difícil que te contradigan. Twitter por el contrarío es como un trapecio sin red, todo lo que tuiteés es susceptible de ser contestado, y no solo eso, de que te saquen veinte varas de pellejo.
Como decía, repasando esta mañana he recordado que cuando servidor aterrizó en el barrio del gorrión azul —aún olía a pintura— se estilaban mucho las infografías con las clases de twitteros. Una suerte de entomología gráfica que me recordaba las tipologías psicológicas. Leptosomático, atlético y pícnico. Este último tiende a cometer delitos por mala administración de fondos, debido a su carácter festivo, etcétera.
Se conoce que los hombres tenemos que sistematizar siempre todo, descomponerlo en factores primos o algo, definirlo todo.
También he recordado la cantidad de twitteros que han ido dejando la red del pardalet. Buenos amigos con los que disfrutamos de jugosas discusiones, de conversaciones deliciosas, de ratos divertidos. Con algunos, incluso, tête-á-tête (¡toma arcaísmo!). Ya no aparecen por ca Twitter y se les echa de menos. Uno es de sentimientos primarios y considera amigos a su cuadrilla de followers o followeds.
Menos a uno.
Lo aguanto por algún tipo de masoquismo ignoto en el subconsciente. Tiene unos planteamientos políticos absolutamente trollianos, no responde a mis menciones y utilizó mis tuis para llegar a un tipo famoso. Por cierto, en caballo no he montado en mi vida —sí en mula y sobre todo, en un trillo—, pero no pienso desvelar la identidad de el twittero.
Y, lo que nunca se me ocurriría, es pretender que mis amigos piensen como yo.